sábado, 31 de octubre de 2015

Una visita inesperada

A propósito de esta foto del equipo de fútbol de mi Colegio, creo que por el año 1958, este texto escrito hace algunos años en recuerdo de 3 amigos maravillosos, dos de los cuales aparecen en ella

Octubre de 1962. 
Una semana en el calor agobiante de Buenaventura, y ya extrañaba mi pueblo. Me hacían falta el azul de sus montañas; las calles anchas y rectas de tierra apisonada por campesinos, parroquianos, mulas, caballos, niños que jugaban; el auto que partía para la ciudad con los cinco pasajeros de rigor; el Toyota de alguno de los tres o cuatro potentados del pueblo; el ronco motor de los Willis que llevaban y traían gentes y productos de las fincas; el pito de la “Chiva” que salía o regresaba con pasajeros tres veces al día, la última a las 6 de la tarde cuando el sol moría tras las selvas del Chocó, húmedas, neblinosas, cuajadas de la lluvia que alimentaba los ríos de la región, y al que atravesaba el pueblo bajo sus tres puentes de mampostería.
Culebras se llama el río… No por las serpientes sino por su recorrido sinuoso, tranquilo al pasar por entre las casas y bajo los puentes, acelerado y mugiente arriba del pueblo, cuando se desprende impetuoso de las montañas, detenido apenas por las pozas que los muchachos construíamos apilando piedras como efímeros diques que desaparecían a la próxima creciente, nunca excesiva –salvo una– y se volvían a construir entre gritos y algazaras…
Nos gustaba que el río se llevara los diques de piedra. Disfrutábamos acarreándolas de nuevo –malgeniado pero generoso, el río se llevaba unas pero traía más para remplazarlas con creces–, montándolas unas sobre otras, acomodando aquí esta muy grande, empotrando allá esa muy pequeña para que sirviera de cuña, apretujando ramazones entre los intersticios para detener un poco la fuerza de la corriente, en fin.
El río Culebras. Que un día casi desaparece de la vista de los pueblerinos, como si hubiera azotado por semanas un verano cruel y asolador arriba en las montañas, secando sus fuentes paramunas. No había tal. Fue un alud en lo alto de la cordillera, que lo taponó seis u ocho días, represó sus aguas y…
Pero será otra la crónica de la Maldición de los Misioneros Franciscanos y la Creciente Grande, porque ahora estoy en Buenaventura… Lejos de los amigos, del fútbol dominical, de las cervezas, del cine vespertino, de las vueltas al parque tomados de la mano con las amiguitas casi novias, casi núbiles: Lucy, Mariela, Marina, Gloria, Amparo, Rocío, Edilia, Margarita… Y Gleri. La más bella de todas, la inasible, la inalcanzable. Un día alguien dijo que se “había ido de monja”, y hubimos de aceptar que sí, que esa belleza suya de ojos verdes y dulces, de melena color del trigo maduro recogida en cola de caballo, de hermoso rostro de Madonna, no era terrenal… Pero ella será motivo de otra crónica.
El Puerto era otra cosa. Otra realidad, recién descubierta. El clima caliginoso y agotador en nada se parecía al primaveral del pueblo, con sus veranos frescos, sus inviernos abrigados, su cielo azul y despejado, salvo alguna nube juguetona que ora parecía un caballo, ya un elefante, una jirafa, un pato, un hombre caminando… En fin.  Lo que vieran los ojos, instigados por la rauda imaginación de los 15 ó 16 años…
No me acostumbraba ni a la agitada jornada de trabajo de una oficina bancaria diez veces más grande que la que había dejado, y menos al calor agobiante que no bajaba de los 35 ó 38 grados… a la sombra de las palmeras del parque o de las aceras y bulevares protegidos de la canícula por los pisos superiores de edificios y casas de balcón. Pero hubo que hacerlo. Poco a poco mermó el sudor, me acostumbré a las camisetas de algodón que recogían la humedad, me hice de a poco a la inercia de los días y de una realidad que había elegido… algo apresuradamente, según me pareció en esos primeros días. Pero ya estaba hecho. No me pensaba aparecer de nuevo por el pueblo con la maleta al hombro y exhibiendo el fracaso, la cobardía, la rendición a la nostalgia y a los cariños abandonados: Mi Tía Alicia, los viejos, la abuela consentidora y alcahuete de fechorías infantiles… No. A lo hecho pecho. Que ya no era un niño sino un proyecto de ciudadano, con casi 20 años a cuestas, una decisión tomada, y un destino que buscar. O construir. Como los diques en el río, rehechos después de la creciente… 
Pero la posibilidad del regreso a destiempo se presentó ominosa la misma primera semana. Dice el viejo dicho que “sufre más el lambón que el dueño de la olla”, y eso se aplicaba a un personaje que, desde Bogotá, vigilaba que el Banco no incurriera en costos excesivos, sobre todo en lo que atañía al salario de los empleados. Era el Revisor Fiscal, cuya mezquina vigilancia sobre los sueldos tenía el respaldo tácito del Gerente General, quien con ocasión de un inminente conflicto laboral había soltado esta perla en un Coctel de empresarios: “El empleado con hambre, trabaja mejor”.
Aupado en tan generosa premisa, el Revisor Fiscal informó al Gerente de mi oficina que no podía autorizar un aumento del 150% en mi salario, de $300,oo a $750,oo, y que sólo autorizaba $450,oo. Don Jesús Salcedo, apenado por la situación, me pidió pensarlo e informarle al final del día. A las seis ingresé a su oficina: “Don Jesús, en mi pueblo no tengo que pagar arriendo ni alimentación. Aquí sí. Por otra parte, de Mensajero a Contador implica superar 5 cargos intermedios en la jerarquía del Banco, cosa que puedo hacer porque los desempeñé todos en mi pueblo en las emergencias de personal. Si el señor Revisor no autoriza el salario que corresponde al cargo, le agradezco pero me regreso”.
Al día siguiente, Don Jesús me llamó a su oficina y cuando ya veía en sus manos el pasaje de regreso, me dijo que había hablado con la Gerencia de Recursos Humanos, explicado el asunto, informado de mis “capacidades”, y obtenido aprobación del salario y del cargo. Supe luego que el vigilante Revisor Fiscal me había anotado en su libretica de candidatos al despido, a la menor falla por mi parte. Tres años después, el Banco me trasladó a Cali como Supervisor de Agencias urbanas, de donde accedí a Gerente de Oficina en un par de años más. Para felicidad del Revisor Fiscal…
Ocho largos días. La agotadora jornada del viernes se apaciguó con unas Pilsener en el Kiosco, la charla inteligente de los nuevos amigos, las miradas a las chicas que apenas empezaba a conocer y mis amigos no me presentaban, muy ocupados hablando de Borges, de Miller, de Salinger, de Camus, de Hemingway, esos monstruos. Salvo uno, Julio, homosexual reconocido, aceptado y respetuoso, quien me había prometido presentarme en diciembre, “cuando salgan del Colegio en Madrid”, pueblo estudiantil cerca de Bogotá, “dos hermanas que te van a enamorar”. Ni siquiera me quiso decir sus nombres. “Ya los sabrás, cuando lleguen”.
Así que ese segundo sábado me había asaltado con una repentina lluvia de nostalgia por los míos, por mi pueblo y mis gentes y mis paisajes… Me repuse, salí del pequeño departamento que ya ocupaba y me lancé a la calle en busca del desayuno. Y del resto de un día que se ofrecía menos húmedo, menos ardiente, más amigable… Como si se apesadumbrara de mis nostalgias.
La calle principal, ya poblada de viandantes y vehículos apresurados a las 8 de la mañana, no me hizo gracia. Así que me fui a la que, más tranquila y silenciosa, quedaba detrás, hacia la colina de la iglesia donde a esas horas Monseñor Gerardo Valencia Cano, del Grupo Golconda, algunos de cuyos curas integrantes pasaron del altar a las guerrillas en los años sesentas, ensayaba su revolucionario sermón para la misa de once. Uno de esos sermones con los que soliviantaba obreros portuarios y molestaba autoridades y gentes principales, que ya lo tenían por comunista y alborotador. No muchos años después, un curioso accidente cruzando la cordillera en la avioneta que lo transportaba a Cali, suspendió para siempre sus homilías color protesta. Tal como por esos mismos tiempos les ocurriera a Omar Torrijos, a Jaime Bateman, a Jaime Roldós…
Miré hacia ambos lados de la calle solitaria. Hacia la izquierda, el desayuno en el casi fastuoso Hotel Estación estaba fuera del alcance de mi magro salario. Hacia la derecha, el restaurante de la esquina se ofrecía más acorde con mi economía de empleado bancario. Pero algo llamó mi atención, más que la urgencia de recuperarme de una noche larga, bebida y conversada. Frente al restaurante, como si dudaran entre entrar a desayunar o mantenerse a la espera de algo… o de alguien, un grupo de tres personas tenía un no sé qué de familiar. Quizás eran mis nuevos amigos, pero no. Ellos vivían hacia otro lado, en sus casas con sabatino desayuno familiar.
Me fui acercando mientras los tres personajes se perfilaban y agrandaban poco a poco… No lo podía creer. No era posible. Pero sí. Eran Néstor, Norberto y Nicolás. Mis amigos del alma, mis panas de colegio, de cervezas en la Fuente de soda, de fútbol, de novias compartidas, de paseos y de diques de piedra y baño en el río… 
Los miré… me miraron, y como en el cine gringo cuando los soldados regresan del frente de batalla y aparecen en sus casas frente a la madre, la esposa y la familia expectante, nos abrazamos los cuatro, fuerte, fuerte, como si quisiéramos rehacer el nudo que yo había desatado ocho días antes.

–¿Qué hacen aquí?, pude preguntar al cabo de un rato. – ¿No tienen qué trabajar? ¿Pidieron vacaciones?
– No, dijo Nicolás, el mejor de todos para el fútbol, el mejor de todos en todo. Salimos el viernes del pueblo y tomamos en Cali el bus de media noche. Llegamos hace una hora. Tenemos que trabajar el lunes.
– Pero están locos, dije. – ¿Ese viaje para sólo dos días?
– Si, dijo Néstor mirando a los otros dos primero, luego a mí. – Es que nos  haces mucha falta…

Nos abrazamos de nuevo con la cabeza gacha, anudados en una amistad de años y de sueños y de libros y de ilusiones.
La carcajada de los cuatro cuando nos miramos de nuevo a la cara, salvó el orgullo y puso a buen recaudo la dignidad. Y la hombría, claro. Los cuatro teníamos los ojos encharcados de alegría, de cariño, de viejos recuerdos compartidos.
Ese fin de semana lo ocupamos en recorrer el Puerto, en ponernos al día con las noticias de allá y de acá. En la noche los llevé al Kiosco y les presenté a mis nuevos amigos, cuya presencia no agrietó un milímetro esa vieja amistad construida desde la niñez. Antes, al filo de las cinco de la tarde, los había convidado a un cerveza inicial en el Miramar, en donde les presenté a mi amiga pereirana. Que los acogió también con la amistosa y sincera sabiduría que otorga su profesión a quienes sólo buscan –buscamos– un cómplice para la nostalgia.
Sí, con esos amigos, la vida era linda.

Pero ya no están… 

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