Yoshiro Konoye
tuvo aquella mañana de agosto una extraña premonición, y decidió meter en su
carromato lo poco que le quedaba después de varias huidas precipitadas cada vez
que sentía esa sensación opresiva en el estómago. Esperó a que su hija Tamiko
llegara del mercado para decírselo, pensando además en que los pocos yens que
la niña hubiese obtenido por las pequeñas porcelanas, servirían para subsistir
durante el camino.
Cuando a medio día llegó Tamiko y le
entregó el manojo de billetes mientras buscaba donde colocar el atado de
porcelanas no vendidas, pensó que era mala esa guerra que impedía a la gente
adquirir las diminutas artesanías por estar pendiente de los refugios
subterráneos las diez o doce veces que todos los días sonaba la alarma de
bombardeo. La niña miró el rostro impasible de su padre y, después de tomar la
ración de arroz y el té claro, se dispuso a terminar de empacar lo que aún
quedaba por fuera de las cajas. El viejo Yoshiro, entre tanto, introducía al
vehículo, uno a uno, los bultos y petates.
Tamiko no quiso preguntar a dónde iban
ni el porqué del súbito viaje, pues recordaba que tres años atrás no tuvo
respuesta cuando abandonaron precipitadamente la aldea de Osami, a orillas del
río Gono, dejando atrás la parcela, los muebles rústicos y la casa levantada
entre los tres –entonces Hideo estaba aún con ellos–, tomaron solo la carreta y
los dos bueyes que la arrastraban y observaron desde el camino que conducía al
monte Hoku, cómo el río arrasaba las casas, los animales, los sembrados y toda
la aldea quedaba en poco tiempo convertida en una laguna de la que emergía la
punta de la pagoda.
Recordó
también que, un año antes, su padre la condujo al templo sintoísta del distrito
textilero de la ciudad y le habló de Hideo, de su reclutamiento y de su
esperanza de regresar pronto, cuando rechazaran a los norteamericanos que
avanzaban hacia las islas Gilbert, y oraron por él. La carta recibida una
semana después, de la guarnición de la isla de Tarawa, sólo vino a confirmar lo
que su padre presentía y ella dedujo en el templo, observándolo: su hermano
había muerto en combate. Aquella navidad de 1944 fue más triste que las otras:
extrañaba las bromas de Hideo y la sonrisa condescendiente de su padre.
Todo ello estaba lejos también y Tamiko
supo que su padre tenía de nuevo un presentimiento, y que a causa de él
deberían partir otra vez.
Mediaba
la tarde y el sol se divisaba alto aún entre las brumas de una tarde
semicuberta de nubes, cuando el vetusto coche de dos ruedas de madera se puso
en movimiento, lentamente impulsado por los bueyes. Apretando el paso, Yoshiro
esperaba que al caer la noche estarían a unos quince kilómetros de la ciudad,
por la carretera que conduce a Twakuni, a donde pensaba llegar el día
siguiente, 6 de agosto, si reiniciaba el camino temprano. Esa noche la pasarían
en una estación abandonada que había visto la vez que hizo el viaje a Twakuni
en un vagón atestado de soldados mutilados que regresaban del frente.
Observó
con tristeza que, al contrario de los años anteriores cuando el puerto se
llenaba de soldados bulliciosos que partían a combatir a Guam, Formosa, Okinawa
y mil sitios más, ahora sólo se veían en los muelles buques escorados, camiones
del servicio hospitalario y cientos de hombres cojos, con vendajes en la cabeza
o en camillas esparcidas por el suelo, a la espera de su turno para ser
transportados a los centros de asistencia.
Avistaron la casucha en escombros
cuando el sol era un medio disco rojizo detrás de las montañas, y Yoshiro
apresuró los bueyes cansados. La noche transcurrió más tranquila pues hasta
allí no llegaban los sonidos de la sirena del puerto ni la alarma de bombardeo
ni el ruido de los motores seguidos del tronar de las bombas sobre los
distritos industriales de la ciudad.
Amaneció
temprano. Mientras Tamiko calentaba el té en un fogoncito de piedras en un
rincón de la estancia, Yoshiro enganchó de nuevo los bueyes a la rudimentaria
carreta, y regresó a la estación sorteando la puerta caída sobre el umbral.
Tomó la taza que le tendía Tamiko y sacó algunas de las galletas duras de la
bolsa colgada en su cintura. Le entregó unas cuantas a la niña y recordó,
mientras masticaba sin prisa, que la opresión que sentía desde el día anterior
era cada vez mayor aunque ya no con la sensación de angustia del comienzo. Se
pasó una mano por la frente alejando el pensamiento y devolvió la vasija a
Tamiko, que la guardó con la suya en un saco de estopa.
El camino, polvoriento y estrecho, lo
surcaban en ambas direcciones vehículos del ejército, camiones de la Cruz Roja,
camperos con patrullas de reconocimiento y uno que otro carromato tirado
también por bueyes indiferentes y lentos.
Hacía
ya tres horas habían abandonado la estación desierta, y serían tal vez las ocho
de la mañana cuando el ruido de poderosos motores sobre sus cabezas, hizo que
levantaran la vista: por los huecos azules entre las nubes cenicientas y
disformes, aparecía y desaparecía el gigantesco aparato.
Yoshiro
se preguntó si tendría algo qué ver con eso que sentía ahí en el estómago y que
desde el día anterior no lo abandonaba.
Poco
después, al no sentir el sonido ronco del avión, se olvidó de él y se sumió de
nuevo en un silencio que ahora, con la carretera solitaria, era roto apenas por
el jadeo de los bueyes y el resonar de las pezuñas sobre el piso duro y
desigual. Se detuvo en un pequeño puente y bajó hasta la acequia con un tarro
que llenó de agua y puso ante el hocico de los animales. Miró hacia la ciudad
lejana y pensó con sorpresa que ya no sentía la opresión de minutos antes.
Fue entonces cuando el resplandor lo
cegó por un instante.
El
cielo se iluminó de pronto como si diez soles iguales al que aparecía por entre
los jirones de nubes, hubieran salido de entre la tierra por el sitio exacto
donde debía quedar Hiroshima.
Primero
sintió el calor quemante y luego vio como el resplandor amarillo y rojizo y
violeta ascendía cada vez más hasta iluminar todo el cielo cubierto de nubes.
Después sintió como si un tremendo huracán lo empujara hacia atrás, y
trastabilló asiéndose al carromato que se movió impulsado también por esa
fuerza desconocida que doblaba los árboles a los lados de la carretera, y cuya
naturaleza no podía precisar.
Subió
de prisa al carromato y miró a Tamiko que, con la cara encendida y los ojos
absortos, iniciaba una pregunta que no tuvo respuesta: tampoco Yoshiro sabía y
su asombro era, quizás, mayor que la inocente perplejidad de la niña.
Fustigó
los bueyes que apresuraron la marcha huyendo del calor sofocante y del viento
ardiente que estremecía su piel.
Yoshiro estaba seguro de que algo
horrible había sucedido. No se detuvo en Twakuni y pasó de largo por Bofu y
Schinsonsheki como si el resplandor cegante y el calor abrasador continuaran a
sus espaldas.
Tamiko
miró a su padre mientras pensaba que el anciano sabía algo que ella no podía
imaginar, y se preguntó qué extraña sabiduría permitía al viejo conocer la
presencia de la muerte. Porque ella estaba segura de que allá atrás, en
Hiroshima, la muerte había sembrado una ardiente semilla de desolación.
El paso del estrecho a bordo de un
remolcador del ejército fue rápido –todo mundo parecía tener prisa y la gente
gesticulaba y murmuraba más para sus adentros que para el vecino ocasional:
"cien mil, todos muertos, se deshacían en la calle, se les caía el cabello,
la piel colgaba reseca"– y al atardecer del siete de agosto, el
desvencijado vehículo y sus ocupantes eran uno más entre los muchos bultos,
cajas, escombros y racimos humanos del muelle de Kokura.
La
ciudad, llena de febril actividad, quedó atrás esa misma tarde cuando, en un
vagón de carga, Yoshiro logró hacer acomodar el carretón, las cajas atadas con
lazos deshilachados y los dos bueyes. Recostado contra la pared del vagón,
Yoshiro pasaba su mano por entre los cabellos negros y quietos de Tamiko y,
cerrando los ojos, veía de nuevo el cielo iluminado y la nube oscura que se
elevaba como un enorme hongo siniestro.
La
mañana del 9 de agosto despertó a Yoshiro con un agudo chirriar de frenos. Miró
por entre los tablones, y la estación llena de gente presurosa, soldados
amontonados en los andenes con el morral a la espalda y el fusil entre las
piernas recogidas, le recordó que en alguna parte había de finalizar el viaje.
Despertó
a Tamiko mientras el tren se detenía. Enganchó los animales, ayudó a la niña a
subir al tablón del pescante y trepó a su vez con dificultad. El reloj de la
estación anunciaba las diez de la mañana. El sol ponía un tono de claridad en
el cielo plomizo.
Traspuso el portal y quedó en mitad de
la calle tratando de decidir el rumbo que haría tomar a los bueyes, mientras
pensaba inquieto que la extraña sensación en su estómago había renacido, aunque
en su ánimo se acomodaba un extraño sentido de resignación. Pensó por un momento,
antes de fustigar los bueyes, en hacer caso de su instinto y tomar hacia el
norte, alejándose de la ciudad. Pero al instante pensó que ya era tarde para
una nueva huida y retomó, no sin agustia, el camino del sur, hacia la ciudad
cercana. De reojo observó a Tamico que lo miraba preocupada por su indecisión
primera y su voluntariosa y resignada decisión posterior.
El
sonido corto de las pezuñas en el asfalto cuarteado, fue haciéndose rítmico. A
la izquierda aún se percibía, pequeño y borroso, el letrero sobre la pared de
la estación auxiliar, ya en las cercanías de la ciudad.
Yoshiro
sólo alcanzó a vislumbrar un destello incandescente antes de leer los
ideogramas que prefiguraban su próximo, su último destino: Nagasaki.