miércoles, 23 de diciembre de 2015

De la egolatría juvenil y la inutilidad de la vejez…

Hoja de agenda con la frase de Borges y su firma
Dijo Borges, se lo escuché aquí en la U. Católica en una charla que dio un día de 1978 que no recuerdo con precisión, ante una pregunta que olvidé, de un estudiante: “La vejez no es tiempo de desesperación como es la juventud”.


Copié la frase al apuro en mi agenda, arranqué la hoja y se la llevé a María Kodama, sentada a su lado, para que se la pasara y, si fuese posible, me la firmara. María la miró con cierta aprensión pero sonrió al ver que decía lo que acabábamos de escucharle a Borges. Se le acercó, le dijo algo al oído, Borges tomó la hoja y firmó allí donde María le condujo la mano. Ya estaba casi del todo ciego. Entiendo que sólo distinguía algunos colores.
Desde entonces, son ya 37 años, la conservo enmarcada en un lugar especial de mi estudio. Nunca fui de pedirles autógrafos a los grandes, y mucho menos a los famosos, pero esta simple hoja de agenda, con una frase sabia de un hombre sabio, no la cambio por nada en el mundo. Es, claro que sí, uno de mis fetiches literarios, quizá el más importante, seguro el más grato.
Pero la frase de Borges dice mucho más de lo que dice. Dice algo que contradice, con sabiduría y profundidad de pensamiento, el culto a la juventud que hoy, o siempre, nos atosiga con su vacuidad.
Por cierto, el tiempo pasa para los seres humanos, y cada día perdemos facultades, sobre todo físicas. Las mentales también pero –acudo a una frase matemática– “sólo sí, y solamente sí, no se ejercita el cerebro”. El cuerpo: músculos, huesos y tendones, arterias y venas, pierden energía, fuerza, elasticidad, resistencia, porque son partes anatómicas que se desgastan con el uso como cualquier maquinaria: fatiga del metal, se llama en términos mecánicos. Pero, paradójicamente, el esfuerzo físico que deteriora el cuerpo, ayuda a regenerar las neuronas. Cosas de la Naturaleza que, al contrario del ser humano, sabe lo que hace.
Estudios recientes acerca del cerebro y la capacidad de regeneración de las neuronas, indican que si no hay de por medio enfermedades como la demencia y sus derivados como el Alzheimer y la esclerosis lateral amiotrófica (una de cuyas variantes padece Stephen Hawking, por ejemplo, sin que haya sufrido mengua intelectual su cerebro), enfermedades que se pueden evitar o retardar mediante el uso continuado del cerebro, e incluso con ejercicios físicos que ayuden a la regeneración neuronal, el envejecimiento normal no acelera la degradación de las neuronas.
Borges con María Kodama, dos personas que no identifico y, atrás,
Jorge Aravena, fotógrafo, y Antonio Correa,
responsable de la visita de Borges a Ecuador.
Todos perdemos neuronas desde el momento de nacer. Diez mil neuronas al día, proceso que sin duda se acelera en la vejez, sobre todo si no se ejercita el cerebro. Agrego que no aportan mucho a la recuperación neuronal o a la disminución de esas pérdidas la televisión farandulera o las intrascendencias de la “cultura popular”. Dándole a “popular” el sentido de mediocridad, no el que aportan las costumbres y usos del pueblo.
Poniendo la cosa en números, 75 años tienen 27.375 días y en ese período perdemos algo más de 275 millones de neuronas. Un montón de ellas, por supuesto. Pero pocas aún si consideramos que nuestro cerebro alberga 100 mil millones de neuronas. O sea, perdemos no más del 0.275% de nuestro inventario neuronal. Lo que queda, ese 99.725% restante de neuronas en pleno funcionamiento, bien parece ser suficiente como para pensar, estudiar, investigar, interesarse por el universo y por la humanidad, en fin, para cultivar el intelecto y, de paso, para AMAR y VIVIR, diciéndolo con un bolero inmortal de Leo Marini…
Cito a Jesús Ávila, Doctor en Ciencias Químicas por la Universidad Complutense de Madrid, miembro de la Real Academia de Ciencias Exactas, Físicas y Naturales, de la Organización Europea de Biología Molecular (EMBO) y de la Academia Europea:
“Recientemente, se ha observado que en la zona hipocampal existe, en mamíferos, una región denominada giro dentado (g.d.), que es una de las pocas regiones del sistema nervioso central en donde hay neurogénesis en edades adultas. Así pues, en dicha parte del cerebro proliferan nuevas neuronas. Se ha sugerido que estas nuevas neuronas tienen como función facilitar nuevos aprendizajes y memorias”.
Por cierto y según Wiki, “Neurogénesis es la producción de las células del sistema nervioso central, es decir, de neuronas y células gliales. Hay que distinguir entre la neurogénesis en el desarrollo y la neurogénesis en seres adultos, que fue descubierta en el último tercio del siglo XX”.
Así pues, creo yo que deberíamos detenernos a pensar en si pasar a retiro obligatorio a mayores de 65 años, no sólo apenas en la Tercera Edad en momentos en que la expectativa de vida ronda los 80 años, sino en pleno y cabal uso de sus neuronas y de sus facultades mentales e intelectuales, no es un gran desperdicio de uno de los recursos humanos más desdeñados por la posmoderna egolatría juvenil: la experiencia que dan los años, las habilidades cognoscitivas que se adquieren del ejercicio diario, por años, de una o varias actividades, de la concentración de conocimientos y sabiduría que es natural en el proceso de acumulación de experiencia: el capital intelectual que sólo pueden dar años de estudio y trabajo. De Actividad Neuronal, en suma.
Borges escucha a María Kodama leyendo algo.
Pongo un ejemplo para fijar criterios e iluminar desde la praxis el tema. Don Esmaragdo y don Simon (homenajes míos a dos maestros fundamentales en mi vida) tienen cada uno más de setenta y cinco años. Luis Enrique y Patricio, cuarenta. Los cuatro, los viejos y los jóvenes, son y han sido por igual estudiosos, excelentes investigadores, expertos en sus materias y conocedores de su oficio de maestros. Aclaro que igual ocurre con cualquiera otra profesión, vocación u oficio.
Yo me pregunto y quizás el lector también, ¿quién puede ser mejor maestro de juventudes, entendiendo que los cuatro son pedagogos de profesión, igualmente capacitados para ello?
Y no tengo ninguna duda de que los dos maestros mayores son mejores maestros simplemente porque, en igualdad de condiciones intelectuales, tienen algo que los jóvenes no han adquirido aún en igual medida: la experiencia y la acumulación de conocimientos que se deriva del simple hecho de haber vivido, cada uno de los “viejos” jubilados a la fuerza, 40 años más que los dos “párvulos”.
Ese Capital humano de sabiduría y experticias no se improvisa ni se adquiere por ósmosis. Se va acumulando en el cerebro a lo largo de los años dedicados al estudio, a la investigación, al trabajo, a la vocación de maestros a la curiosidad por todo lo que nos rodea.
El joven de 40 años puede ser muy buen maestro y tener en su haber una condición de pedagogo graduado y con excelentes resultados académicos. Pero está, todavía, en el proceso de aprendizaje y acumulación de saberes que los viejos setentones ya han superado. Aparte de que no se entera de que su desdén por la vejez, construye el cadalso que le tocará cuando deje atrás la petulancia juvenil y deba ocupar el sitio de mueble viejo que hoy le asigna a los mayores.

Para decirlo de manera simple, citando a Óscar Wilde, la vejez no consiste en ser viejo sino en haber sido joven… Que es lo que olvidan nuestros párvulos con PhD que no han recorrido el tortuoso camino de la vida, examen más exigente que un cuestionario de universidad… Es la vida la que enseña a enseñar. No la Universidad ni el Instituto. Aunque sea extranjero…

martes, 22 de diciembre de 2015

Navidad de pueblo: rezos, manjares, coqueteos

Asocio la fiesta de Navidad a la vieja finca de los abuelos, a los dos ancianos, a la hilera de tíos y tías y a la vasta concurrencia de primos y primas que alebrestaban el ambiente.
Y a los manjares y golosinas en que era experta la matriarca del clan.

         La fiesta navideña para las familias campesinas y pueblerinas de Colombia, empezaba en la noche del 7 de diciembre con el alumbrado a una Virgen que ya no recuerdo, y cuya fiesta era el siguiente día 8. Esa noche en todo portón, ventanuco o andén, se encendían filas de espermas que daban a pueblos y veredas prematura apariencia de pesebre. Jóvenes y adultos salían a las calles a ver los alumbrados. Y en el parque principal se encendían los castillos, reventaban las culebrillas y zigzagueaban diablillos y totes por entre las piernas de los transeúntes. Y aprovechando ires y venires por callejas y zaguanes, los adolescentes iniciaban los coqueteos que desembocarían, a partir del 16 de diciembre con el rezo de la Novena del Niño Jesús, en los amarres de fin de año. 
         No difería mucho el asunto en la finca de los abuelos. En la noche, las casas desperdigadas por las montañas parecían diminutos pesebres que se iban diluyendo en la oscuridad a medida que las velas agotaban su tronco de parafina. Y a partir del 16, empezaban a llegar los tíos con su carga de hijos, vituallas y menesteres para las tres semanas de vacaciones, pues la Navidad apenas terminaba al día siguiente de Reyes, el 7 de enero. Los adultos regresaban a sus quehaceres y reaparecían el 24 en la mañana. Pero en la vieja casona quedaba el bullicio decembrino de la niñez en libertad.
         El alboroto normal de la finca se multiplicaba. Y el mal genio de las tías mayores, también. Pero la tía Alicia, la menor, sonreía ante la presencia de los primos citadinos. Ella era de otro espíritu y sus trece años no sabían de malgenieses. Digo trece porque, en mi recuerdo, ella siempre tuvo trece años, aunque alguna vez anduviera por los veinte o los treinta. Quizás, hasta haya envejecido…

Del pesebre a los secretos del yantar

         Al llegar los primos de ciudad, los campesinos ya habíamos ido a los encañonados del río y a los bosques más allá de los cafetales, en busca de helechos, musgos, melenas, palos enmohecidos de líquenes y orquídeas multicolores. Pero el pesebre requería la tribu completa: nueve tíos sobrevivientes y, por entonces, unos treinta primos. Que llegarían años más tarde a cincuenta y cinco, pero para entonces ya no habría finca, ya no habría abuelos, ya no habría pesebres. Sólo violencia y una familia desecha, diseminada en retazos dispersos.

         El pesebre debía estar terminado el 16 en la tarde pues en la noche empezaba la novena. Ocupaba una pieza del frente de la casa, al lado de la sala y con entrada por el corredor de mampostería y geranios. Tenía de todo. La familia entera contribuía con arreglos y artilugios, aunque José, María y el Niño; reyes y pastores; la mula y el buey, eran asunto de la abuela. Ella atesoraba las viejas esculturas de cerámica que había rescatado del primer exilio desde Antioquia, y las conservaba con el extremo cuidado de su prolijidad y la encendida fe de sus creencias. Velas aquí y allá, estratégicamente situadas y embutidas en el pico de botellas vacías y ocultas, ponían el difuso resplandor necesario para la liturgia campesina de rezos, villancicos, miradas a hurtadillas y manos entrelazadas a escondidas.
         El resto de utensilios, incluidos pastores y ovejas regados sobre papel encerado que semejaba planicies, montañas, hondonadas, cañones, picachos, lomas y valles, era un batiburrillo de objetos de variopintas índole y procedencia. Casas de cartón, de madera, de arcilla y hasta de lata, formaban pueblos anacrónicos donde las viviendas eran más pequeñas que sus habitantes –todos estaban afuera, como esperando un milagro que les permitiera entrar-, los árboles más chicos que la gente, los animales antagónicos pues había vacas diminutas al lado de terneros enormes y gallinas gigantescas. En fin, el desmadre. Pero divertido a morir.
         Los ríos que bajaban de las montañas precipitándose por desfiladeros de angustia, eran de papel plateado de cigarrillos Pielroja, y todos iban a dar a un lago enorme, cerca de Belén (mucho después, cuando la vida me echó a perder la infancia, supe que cerca de Belén sólo hay un desierto, y que el lejano Mar Muerto es un piélago de agua densa y sin peces donde flotaría una piedra). El lago era el trozo desigual de un viejo espejo de cristal de roca que se había trizado en el viaje a lomo de mula de aquel primer exilio, y que la abuela prestaba con reticencia pues lo guardaba para ‘cuando llegue el Míster con un cortavidrios y me corte uno chiquito para el baño’.
El Míster, un mercader libanés trashumante y cacharrero, iba a la finca cuatro veces por año a cobrar cuentas anteriores y a dejar platos y aguamaniles de peltre, cuadros con paisajes remotos, el almanaque Bristol, folletines de novelas decimonónicas para la abuela, telas de mil clases y colores para los vestidos de tías y primas, y los detestables zapatos domingueros para la tribu masculina, acostumbrada a corretear a pie limpio por potreros y chaquiñanes. Y sé, alguna vez lo vi, que siempre llevaba un cortavidrios en un estuche de cuero. Pero la abuela ‘olvidaba’ decirle que cortara el espejo.

Novena con vecinos y sorpresas
         La novena empezaba religiosamente a las siete de la noche. De las fincas vecinas acudían los campesinos a pesar de que para algunos la jornada era de una hora de camino. El rezo estaba matriculado para las dos tías mayores, dos nueras preferidas de la abuela y cuatro vecinas cercanas a sus afectos. El último día era de ella y, al terminar, todos esperábamos anhelantes la sorpresa que la anciana tenía preparada. Era una comida especial que siempre sorprendía y que ella, durante el día y sólo con ayuda de la hija mayor, mi madre, preparaba en estricto secreto.
         No recuerdo ni un solo año en que tíos y tías menores –los mayores no; ya habían desistido–, la primería y los hijos de los vecinos, no espiáramos por los huecos de las paredes de tapial, por las hendijas de la puerta o por las ventanas por donde escapaba el humo que no alcanzaba a salir por la chimenea. Pero nada. Nunca supimos, antes de que a la mesa del comedor llegaran los calderos humeantes, de qué se trataba. Pero cada año era diferente. Sólo la tía Alicia, última hija de los abuelos y debilidad de la matriarca, podía entrar a la cocina a llevar leña o cualquier cosa que le pidieran las dos cocineras. Pero ni a ella se le permitía asomarse a las ollas, sartenes y marmitones de hierro puestos sobre los fogones por donde salían, silbantes y olorosas a madera, las llamas crepitantes que cocían los potajes.
         La memoria no alcanza para precisar platos, frituras, salsas, adobos, guarniciones y sopas. Pero hay en el recuerdo una mezcla de olores que van desde la guanta, la sabaleta y el venado, hasta la ternera, el cochinillo y la sardina, y que pasa por gallinas cebadas por meses, bimbos (especie de pavos pero de familia humilde), gallinetas y perdices en los que era abundoso el entorno de la finca. La abuela contaba con la fidelidad y discreción de un viejo trabajador, antiguo peón de sementera y cogedor de café, devenido, a causa de sus muchos años, en un bueno para todo que lo mismo servía para asistir al parto de una vaca, rehacer un cercado de alambre de púas, componer el molino de café, castrar novillos, extirpar garrapatas, herrar caballos, afilar machetes, azadones y cuchillos… o conseguirle a la abuela, en absoluto secreto, los animalejos de monte, huerta o río que ella requería para el festín de nochebuena.

Mazamorra y natilla: sobremesa y postre
         Parte importante de las noches de novena y de la cena del 24, eran los dulces y postres en que era sabia de gran sabiduría la abuela. Viejas recetas heredadas de otras remotas abuelas, tomaban forma desde el 16 hasta la fiesta de Reyes. Arequipes, pudines y colaciones; gelatina de pata cortada en trozos tembleques o convertida en alfeñique tras horas de feroz estiramiento en horquetas de guayabo; chichas de cáscaras de piña y pepas de aguacate, fermentadas en tinajones de barro en los cuales se introducían sendas herraduras nuevas, para que el orín del hierro diera sabor y enjundia al brebaje; brevas, duraznos, naranjas, mandarinas, guayabas, camias, nísperos y cuanta fruta comestible encontrábamos los primos al recorrer los cafetales, pasaban a ser mermeladas de ensueño, pastelitos de suavidad de nube, jarabes densos de sabor y de textura, siropes que derramaban en los panqueques dulzuras sin nombre ni parangón. Y la mazamorra. Y la natilla con buñuelos.
         En el patio trasero, justo bajo la ventana grande de la cocina, mirador preciso para la ineludible vigilancia de la abuela, un pilón de guayacán se afirmaba sobre el piso de tierra. Era un tocón de un metro de altura y medio de diámetro, labrado y vaciado con hachuela en forma de taza. De las honduras del tazón emergía el mazo de pilar, otro pedazo de guayacán, más o menos grueso, de una vara de largo, redondo, adelgazado al medio a modo de manija para que las manos de los primos menores pudieran asirlo, y con cuyos extremos romos y duros como piedra de molino se azotaba el maíz de la mazamorra. Al lado, un banquito de madera colaboraba con la precaria estatura de los más chicos.
         El proceso requería varias horas. La abuela vertía el maíz remojado en el pilón, y la concurrencia de primos hombres y alguna prima brincona y marimacha, en fila que se extendía hasta el borde de la huerta, empezaba a ‘pilar’. El primero agarraba el mazo y azotaba el montón de maíz del tazón hasta cuando ya no daba más, sudaba a chorros, se ponía rojo como un tomate y no le quedaba otra que cederle el puesto al primo siguiente… y volver al extremo de la fila para el siguiente turno de pilada.
         Tres horas más tarde, los primos resoplaban del cansancio y exhibían las manos enrojecidas y ampolladas, mientras una sonrisa de alegría les cortaba la cara: el maíz había sido pilado y deshollejado. La abuela le espolvoreaba un poco de bicarbonato de sodio, le daba unos últimos mazazos ‘para emparejar’, y se llevaba el maíz pilado para separar los granos del afrecho. Este para las gallinas, aquél para el marmitón de hierro de la mazamorra. Un par de horas más a todo fuego, y la mazamorra quedaba lista para el final de la cena. Cada comensal recibía una taza del maíz cocido en agua, la llenaba con leche caliente y acompañaba con un plato de panela raspada o en trocitos. Sobremesa se llamaba el potaje.
         Pero el postre navideño por excelencia para los hijos de Antioquia, era –sigue siendo– la natilla. Aderezada a veces con un par de brevas en almíbar y dos buñuelos dorados y tiernos. O sola, temblando en un plato y recubierta de canela espolvoreada, dejaba ver las cabecitas negras de los clavos de olor, la arrugada elipse de las uvas pasas, la crocante astilla de la canela en rajas. Pero hacerla tenía un proceso tan agotador como el de la mazamorra. Mas, en éste, sólo participaban los primos mayores, forzudos y resistentes.
         Tres enormes marmitones de hierro se colocaban sobre los fogones, custodiados por un primo pequeño encargado de que no faltase leña en los infiernillos. La abuela aportaba su fórmula mágica: leche recién ordeñada como base del manjar, agua pura del arroyuelo cercano para que ‘rinda’ y retarde el hervor; panela, maicena casera, clavos de olor, canela en rajas, uvas pasas, coco rayado… y un contundente chorro de aguardiente amarillo en cada marmita, para ‘darle cuerpo’.
         Seis primos grandes, en parejas, se encargaban de revolver y menear el compuesto con sendos cucharones de madera, hasta cuando ‘diera el punto’, instante vigilado estrechamente por la abuela para que ‘la natilla no se pase’. La selección de las parejas era reñida pues la abuela no permitía que más de un estilo de ‘meneo’ revolviera el denso menjurje de las ollas: ‘Si se cambia de mano –decía– la natilla se corta’.
         La tía Alicia dirigía con palabras de ánimo. Apoyo moral que llaman. El meneo en las pailas era en extremo agotador, y ella qué iba a estar para meneos de cocina cuando otros más interesantes la esperaban a la vuelta de la vida.

Generosidad campesina y aguinaldos pícaros
         Al terminar el meneo y vaciar los marmitones en poncheras, platones y bandejas, tía directora y primos meneadores convidaban al resto del primerío para el ‘raspao’ de las marmitas. Todos pasábamos los dedos por las paredes de las ollas, para chupárnoslos hasta cuando la barriga no diera más. Había que aprovechar pues poco más volveríamos a saborear la natilla de la abuela: no sólo estaban ansiosos los adultos sino que gran parte se destinaba a los vecinos. Como la natilla era la estrella del firmamento culinario de la abuela, se fabricaba en cantidades de inundación. Pero, costumbre antigua de la hospitalidad campesina, iba a dar a las fincas vecinas, de donde, a su vez, devolvían los platos con las natillas y delicias de cada hogar. De modo que, por esos días, nos atiborrábamos con los postres y dulces que salían de las cocinas del sector.
         Durante medio diciembre y primera semana de enero, el aire de la vereda dejaba de oler a café tostado y bosta de ganado, y adquiría un denso aroma de comestibles y golosinas que el ralo viento decembrino no alcanzaba a disipar.
         Era el olor de la Navidad.
         Pero la algazara navideña no era completa sin las apuestas de aguinaldos entre los primos. El ‘hablar y no contestar’ imponía en el preguntado un silencio sepulcral parecido a la idiotez; el ‘estatua’ condenaba al conminado por el grito, a la rigidez absoluta en la posición que tuviera en ese instante; el ‘sí y el no’, para el que los primos mayores hacían trampa a fin de que el ‘sí’ correspondiera a las primas, lograba que éstas tuviesen que asentir a cualquier requerimiento por pícaro que fuese, so pena de perder; el ‘dar y no recibir’ volvía supergenerosos a los apostantes, sabedores de que, para no perder, todos rechazaríamos las ofrendas por interesantes o valiosas que fuesen. Terminábamos con el de ‘beso robado’, que los primos se dejaban ganar y las primas rehuían… a veces. La tía Alicia también se dejaba ganar y los primos mayores perdían siempre con ella.
         Así era en los remotos tiempos de los abuelos. Pero la parafernalia de los pesebres, el crepitar de las llamas del fogón, el vocinglerío de la parentela anhelante y cariñosa y la generosidad campesina, quedaron para la nostalgia. La fiesta familiar ha perdido espacio ante la urgencia de la cena de adultos en los clubes, el despelote de la compra de regalos en supermercados y boutiques y el azar de la violencia. Al recién nacido Niño Dios de arcilla y calzoncillo blanco, ya no le resopla el buey ni lo adormece el burro ni le cantan los pastores. A esa hora, los adultos se emborrachan y los niños ven transformers en el cable o mensajean a los amigos ausentes….

Y un viejo gordo y ridículo, vestido de rojo, deja escuchar su bastarda risotada como última agresión a nuestra mestiza e invadida cultura.

miércoles, 16 de diciembre de 2015

HISTORIA PERSONAL DE LOS JUEGOS OLÍMPICOS

PRESENTACIÓN

La historia ya larga de casi tres mil años, de los Juegos Olímpicos, es abundosa en hechos hazañosos y trágicos, audaces y tímidos, transparentes y turbios, que bien merece un recuento de los acontecimientos que se inician en año 776 de la Era Antigua, se suspenden por decisión de Teodosio I en el año 393, y se reanudan en 1896 por iniciativa del noble francés Pierre Frèdy, Barón de Coubertin, quien funda en 1894 el Comité Olímpico Internacional, y propone reanudar los Juegos Olímpicos 2672 años después de haberse iniciado en Olimpia, Grecia, y a 2289 años de su cristiana eliminación.
Barón de Coubertin
         Si bien no existen relatos confiables de los Juegos primitivos, aparte de que en lugar de medallas de Oro, Plata y Bronce los atletas triunfadores sólo recibían una corona de Olivo y el honor de la victoria, a partir de su reanudación en 1896, en Atenas, las 27 Ediciones reales y las 3 suspendidas de los juegos tienen una historia rica en hechos humanos, sociales, políticos, violentos… y hasta deportivos, claro está.
         Es a esa historia de 120 años a hoy, y a sus numerosos avatares, a la que dedicaremos durante las siguientes 33 semanas, un capítulo que corresponderá, cada uno, a los 27 juegos efectivamente realizados, a los 3 suspendidos, a los juegos intermedios de 1906, y al recuento de las hazañas, las tragedias y los fraudes que en estos ciento veinte años ha hecho posibles la actividad deportiva más antigua y más famosa del mundo.
         A  tales Capítulos agregaremos uno final con los preparativos, problemas, expectativas y acciones relacionadas con los Juegos de 2016, en Río de Janeiro, Brasil. De esta recopilación de hechos históricos, saldrá a circulación en agosto de 2016, si algún Editor de verdad se anima a publicarlo, un libro que compendie los acontecimientos narrados.

Bienvenidos los lectores a este repaso de una actividad que cada 4 años, tiempo que los antiguos griegos denominaron Olimpíada, concita el interés de al menos 3 mil millones de personas en todo el Planeta. Tanto como, para equiparar no para comparar, el Campeonato Mundial de Fútbol, también con sus héroes y sus villanos.


Olimpíadas: mucho más que sudor y medallas

Los Juegos Olímpicos que se llevaron a cabo en Atlanta (EE.UU.) en 2012, fueron la vigésimo séptima edición de la segunda época de una justa deportiva que nació en la antigua Grecia, se mantuvo mil años, y desapareció hasta hace una centuria. Esta es la crónica de esa primera época hasta su centenario reinicio en 1896.

De Marathon a la Maratón
En el año 490 de la Era Antigua., los griegos –atenienses– al mando del General Milcíades, derrotaron al invasor persa Darío en la llanura de Marathon, cerca de Atenas. Al terminar la batalla un soldado de nombre Filípides (como cualquier manabita) corrió hacia Atenas a dar la buena nueva. La distancia era de 42 kilómetros 193 metros exactamente, y el buen Filípides, que seguramente era mejor soldado que atleta, llegó a justo a tiempo para exclamar: "Alegráos, hemos vencido", y cayó muerto por el esfuerzo. No alcanzó ni a recibir una medalla. Tampoco se supo el tiempo que tardó en recorrer la distancia pues no existía Omega, la marca suiza de relojes que cronometra los tiempos en las Olimpíadas. En realidad, ni siquiera existía Suiza.
Spiridon Louis
En memoria del esforzado Filípides, un estudiante francés de filología, Michel Breal, aficionado a la mitología griega, ofreció con ocasión de los Primeros Juegos Olímpicos de la era moderna, celebrados en Atenas en 1896, una copa de plata al primer atleta que lograra cubrir la distancia entre Marathon y Atenas. El millonario griego Georgios Averloff, mecenas de estos primeros juegos, no quiso ser menos que el estudiante galo y ofreció al ganador un millón de dracmas, un vaso antiguo y… la mano de su única hija.
Veinticinco fueron los participantes en esta primera maratón, entre ellos doce griegos que se habían preparado a fondo para hacer respetar el orgullo de los antiguos atletas helenos. La carrera era la última competencia, y Grecia no había alcanzado aún ninguna medalla. Para colmo, la prueba empezó a ser dominada por el australiano Flack, el francés Lermusiaux y el americano Blacke. Casi finalizaba con Blacke al frente y ni un griego a la vista, cuando el sol abrasador del verano fundió al gringo como lo había hecho ya con el francés y el australiano. Y apareció Spiridon Louis, un mostachudo campesino vendedor de agua en Atenas, quien se alzó con la victoria que incluía, como sabemos –además de una corona de laurel–, la copa de plata del inventor Breal, y el vaso griego, el millón de dracmas y la hija del millonario Averloff. Y una página en la historia. Sin embargo, parece que al vencedor se le olvidó reclamar la guambra heredera pues el estado griego, agradecido por el honor conquistado por su héroe olímpico, hubo de velar por su existencia hasta el día de su muerte, en los años cuarenta.

Un origen remoto y mítico
Pero los Juegos Olímpicos tampoco empezaron con el corajudo Filípides quien, como vimos, nada tuvo que ver en el asunto. Su gesta fue más patriótica que deportiva. El asunto se remonta a los habitantes del monte Olimpo. Según el historiador Pausanias, los instituyó Hércules en aquellos tiempos cuando los dioses solían dejarse ver de los mortales, hacer travesuras, tener hijos con las terrestres y originar mitos.
La leyenda dio el motivo. En el año 884 E.A., la ciudad de Olimpia era dominada por Ifito, rey de los Eolos, en Esparta gobernaba con sabiduría Licurgo, y el resto de Grecia pertenecía a Cleóstenes, rey de Pisa. Los tres, como es vieja costumbre de la humanidad, estaban en guerra. Pero, al contrario de los estadistas modernos, decidieron firmar un armisticio y decretar una tregua durante la cual se llevarían a cabo unas pruebas atléticas en Olimpia, declarada para el efecto ciudad abierta. A sus puertas todo el mundo debería dejar las armas –y los atletas la ropa– y limitarse a competir deportivamente en algunos eventos que incluían carreras a pie, lucha y boxeo. Sin guantes, claro está.

Ruinas de Olimpia
Sin embargo, no fue sino hasta el año 776 E.A., cuando los juegos tomaron la forma que hoy se conoce, y empezaron a realizarse cada cuatro años. Tan estrictamente que desde el 490 E.A., los griegos contaron el tiempo en Olimpíadas. A comienzos de la Era Moderna y cuando los romanos dominaban Grecia, Lucio Cornelio Sila saqueó a Olimpia y se llevó a Roma la 175a. edición de los Juegos. Pero el Cristianismo, que era ya la religión del Imperio, no aceptó costumbre tan pagana –era un horror: ¡los atletas corrían desnudos!– y los abolió en el año 324. Años más tarde, en 393, Teodosio I el Grande celebró su bautismo  e incorporación al Cristianismo con un decreto que prohibía definitivamente los Juegos. Y para que no hubiese dudas al respecto, Teodosio II y Honorio, los dos Césares que se habían repartido el ya decadente Imperio, destruyeron a Olimpia en el año 426.
Teodosio I
Tendrían que pasar 1.470 años desde entonces para que el mundo pudiera asistir de nuevo a las competencias deportivas que, en su versión primigenia, obligaban a suspender guerras, batallas y enojos entre pueblos y naciones, para que pudieran tener lugar en paz. Hoy no es así. Al contrario, los Juegos Olímpicos de la Era Moderna deben suspenderse para que otros hombres, supuestamente más civilizados que los antiguos, puedan matarse entre sí con lo que encuentren. Tal ocurrió con los juegos de 1916 a causa de la Primera Guerra Mundial, y con los de 1940 y 1944 debido a la Segunda. Nuestra muy cristiana civilización prefiere la sangre con ropa en lugar del sudor al desnudo. Pero esa es otra historia, así que volvamos a los orígenes.


Requisitos y el primer ganador
No todo el mundo podía competir en los antiguos Juegos Olímpicos. Entre varios requisitos había cinco impajaritables: ser griego, no ser esclavo, ser hijo legítimo, no estar deshonrado, y haber entrenado durante los últimos diez meses (ahora esto se puede suplir con algunos esteroides…). ¡Ah!, y ser hombre. A las mujeres ni siquiera se les permitía ingresar a Olimpia durante los juegos, pero sí se les encomendaba encender la llama olímpica, misión exclusiva de las sacerdotisas. Pero que, luego de encender la tea, desaparecían del escenario.
En el mencionado año 776 E.A., los Juegos constaban de apenas una prueba que consistía en una vuelta al estadio, que medía 192,3 metros. La distancia tiene dos posibles orígenes, ambos míticos: unos dicen que era la medida de 600 huellas de Hércules, lo cual indica que el semidios griego tenía un pie de 32 centímetros a pesar de que, según Pitágoras, medía solamente 1.72 de estatura. Más o menos como el promedio de la nueva generación de guambras latinos. Otra versión también refiere a Hércules y dice que la distancia del estadio era lo que el héroe alcanzaba a correr sin respirar.
La carrera permaneció como competencia única durante varias olimpíadas, hasta cuando, en la décimo tercera edición, se incluyó el diádulo, dos estadios, 384,6 metros. A partir de la décimo cuarta edición se empezaron a correr pruebas de fondo, en las que sobresalía la de 20 estadios, o sea 3.846 metros. Rolando Vera hubiera ganado sobrado…
También hay noticias del atleta ganador en la primera olimpíada. Se llamaba Coroebus de Elis y era de profesión cocinero. Debió ser un tipo bien papiado… No queda, empero, registro del tiempo que utilizó, aunque seguramente sí debió respirar unas cuantas veces mientras corría. No era Hércules…
Otras pruebas atléticas fueron apareciendo con el tiempo, durante los mil años que duró esta primera época de los Juegos Olímpicos. En el año 708 E.A. se incluyeron la lucha y el pantathlon, en el 688 el pugilismo, y en el 680 la carrera de cuadrigas, unos pequeños coches de madera tirados por cuatro caballos. Quien haya visto la película Ben Hur, con Charlton Heston, sabrá de qué se trata. Las últimas versiones de aquellos juegos llegaron a constar de veintitrés pruebas diferentes. Sin embargo, el fútbol era desconocido para entonces. Aunque parezca increíble, aún no nacía Alberto Spencer…
En asunto de premios la cosa era también muy diferente a hoy, cuando los deportistas de todo el mundo han entrado de lleno en el profesionalismo capitalista, pues también existía el profesionalismo socialista en el que los atletas eran patrocinados por el Estado, no por Coca Cola o Adidas. El premio a los primeros vencedores fue una manzana, como homenaje a la naturaleza y a la fertilidad, aunque con el tiempo se incluyó también una corona de olivo –no de laurel– en la cabeza del triunfador. Las manzanas fueron reemplazadas por medallas a partir de los Juegos Olímpicos de Atenas, y el verde del olivo por el verde del dólar en tiempos más recientes. El progreso que dicen…

Aparece otro francés y llegamos a Atenas
Al finalizar el siglo pasado, Pierre de Fredi, Barón de Coubertín, buen deportista y procedente de una aristocrática y muy católica familia normanda, regresa a Francia después de unos años de estudio en Inglaterra, donde había tomado tanto gusto por las humanidades y la cultura helénica que decidió abandonar la carrera militar para dedicarse a estudios más interesantes aunque menos heroicos. Y se le ocurrió reiniciar los antiguos Juegos Olímpicos que el Cristianismo había abolido 1572 años atrás.
Empecinado, tocó todas las puertas posibles hasta que encontró eco en la Unión de Sociedades Atléticas de París, que aprobó el proyecto y señaló el reinicio de los Juegos Olímpicos en 1900, obviamente en París. Pero el Barón de Coubertín, aunque francés, resolvió que el honor de la reanudación de la antiquísima competencia debería corresponder a Atenas, y logró que se programara para 1896, manteniendo la idea de los segundos Juegos en París en 1900.
El 6 de abril de 1896, el rey Jorge I de Grecia inauguraba los Primeros Juegos Olímpicos de la Era Moderna. De los 34 países que habían prometido asistir, solamente lo hicieron trece: Alemania, Austria, Australia, Bulgaria, Chile, Dinamarca, Estados Unidos, Francia, Gran Bretaña, Hungría, Suecia, Suiza y Grecia, el anfitrión, cuya nómina de deportistas fue también la mayor: 180 de un total de 285 participantes.

La lista de deportes también fue corta. Se realizaron 43 pruebas en 9 deportes: atletismo, halterofilia, natación, ciclismo, gimnasia, tiro, lucha, tenis y esgrima.
Y si bien el honor griego quedó a salvo con la victoria de Spiridon Louis en la maratón, la prueba que era su mayor orgullo, el lanzamiento del disco, quedó en manos de Robert Garret, un fornido competidor norteamericano que fue uno de los que dieron el triunfo colectivo a los Estados Unidos, que se llevó nueve de las doce competencias atléticas (pista y campo).
James B. Connolly
El primer ganador fue James B. Connolly, un estudiante de Harvard que viajó a Atenas sin permiso de la Universidad y quien se llevó la medalla de oro en el salto triple. Su triunfo le valió no solo el perdón de las autoridades universitarias, sino el título de Doctor Honoris Causa. Años después llegó a ser un reputado periodista, ganador del Premio Pulitzer.

El 15 de abril de 1896, se clausuraron los Juegos Olímpicos de Atenas. Entre aquéllos y los juegos de Atlanta de 2012, se han celebrado en diferentes ciudades otros veinticinco, con incidencias, marcas, muertos, boicots, política y dinero, todo lo cual será ser motivo de otras crónicas antes de que se inicien los vigésimo octavos JJOO en Río de Janeiro, en agosto 5 de 2016.