martes, 20 de octubre de 2015

El Café, esa Escuela de la Vida

         La mano de apoyo, firme contra el paño verde; los dedos índice y pulgar formando un aro por el que se desliza el taco de madera; la otra mano, la de impulso, extendida hacia atrás agarrando la parte gruesa del taco. Torso inclinado sobre la mesa, pies midiendo un paso largo, mirada fija en la trayectoria de la primera bola: toc. La esfera de marfil roza apenas la segunda, destinataria inicial, toc, y avanza hasta golpear la tercera, toc: carambola.
         El jovenzuelo se yergue ufano, toma la tiza azul, embadurna de nuevo la punta del madero, y se prepara para otra jugada. Antes, mira de reojo al rival, observa sonriente a los amigos expectantes y echa un rápido vistazo al trasero insinuante, apenas cubierto por una minifalda que más parece un cinturón ancho, de la mesera más guapa, esa que atiende la mesa donde alborotan cuatro chispos. A la izquierda, sobre otras mesas de paño verde, Champion por supuesto, idéntica liturgia de manos, tacos, bolas, tizas y miradas furtivas.
         Del otro lado, una veintena de mesas de cantina ocupadas por hombres que beben aguardiente o cerveza, fuman sin pausa y conversan a gritos. Al fondo, detrás de un mostrador de madera, reluciente por años de fregar, secar y limpiar y delante de una hilera de botellas de contenidos, colores y sabores diversos, el cantinero frota un vaso con un trapo tan mugriento como su delantal. Más atrás, junto a la puerta de los servicios, un bebedor solitario empuja gaznate abajo el décimo trago y le pide a la mesera, con voz incomprensible, que le sirva otra ronda y repita por enésima vez el tango que le recuerda a la ingrata que pretende olvidar.
         Sobre las cabezas, lámparas de tubo inundan de luz blanca el panorama de muebles quietos y gentes agitadas. Al lado de cada lámpara, tiras de papel pegante colgadas del cielo raso, exhiben su negra cosecha de moscas, entre las cuales una mariposa despistada pone un toque mustio de colores marchitos. Y en el piso de baldosa, colillas de cigarrillo, trozos de papel, cajetillas vacías, regueros de cerveza y manchas eternas quizás de sangre, esperan la escoba y el trapero del amanecer, cuando por la calle avancen los creyentes que pasan rezando el rosario de la aurora, encabezados por el cura que lanza un chorro de agua bendita hacia el antro del vicio.
         Es el Café. El Café de los pueblos perdidos entre recovecos montañosos y valles verdeantes de cultivos o sementeras, o de ciudades pequeñas en trance de crecimiento. La vieja institución de citas de negocios y encuentro de amigos en los que aflora el dato confiable o el chisme sabroso y malintencionado, y en la cual convergen, según si lo dice el cura en la misa dominical o lo intuye el joven aspirante a bachiller, todos los vicios del mundo o las crudas enseñanzas de esa escuela sin diplomas que es la vida. Esa donde se obtiene la primera graduación: la de hombre. Porque el Café es cosa de hombres. No de niños ni de mujeres. De hombres. O lo era hasta ayer, porque hoy…

Y por allí nos graduamos
         La presencia de esos casi olvidados establecimientos mitad cantina, mitad club social, aflora hoy entre los remezones de la nostalgia y el recuerdo de olvidadas y paganas liturgias.
         El Café La Cita, en la plaza mayor y en la esquina contraria a la de la iglesia, era el sitio de reunión de los futuros bachilleres del villorrio. Allí, a las "cinco en sombra de la tarde", se oficiaba el rito de la charla, el billar y las cervezas de los imberbes. Hasta las nueve de la noche cuando, convenio respetado por todos, los muchachos dejábamos el sitio a los viejos contertulios que tomaban la posta en las mesas casi hasta el amanecer, alternando carambolas con apuestas a los dados, al tute o al dominó.
         De vez en cuando, en nuestro turno tempranero para el aprendizaje de la vida, una riña a puñetazos dirimía una carambola dudosa y dejaba pendiente el combate por la honra para el recreo largo del día siguiente. A veces, ya cerca de las diez, la ronda policial verificaba documentos, ponía en fuga algún mocoso retrasado y conducía a la cárcel municipal, entre tropezones, caídas e insultos, al borrachito del fondo que a duras penas tenía voz y conciencia para repetir, triste y monótono, un nombre de mujer y un tango malevo.
         Años atrás, cuando la violencia política convirtió la prosperidad rural de la finca del abuelo en un par de almacenes y una farmacia en el pueblo para los tíos menores, el mayor compró una casa esquinera de dos pisos y ocupó con la numerosa prole que sus apellidos de estirpe antioqueña imponía, los muchos cuartos del piso superior. En el primero, tumbó paredes, reforzó columnas, construyó mostrador y estantes, puso asientos y mesas y un billar que adquirió a plazos en la ciudad vecina, y fundó el Café La Cita.
         Por entonces, los primos menores a duras penas aprendíamos regla de tres e historia patria en el Colegio de don Esmaragdo, el viejo maestro santarrosano cuya vida sacrificada y generosa tal vez relate algún día. Pero la edad no nos permitía cruzar siquiera el umbral de las siete puertas del Café, aunque nuestros ocho años, empero, ya se daban modos para agregar al aprendizaje de las hazañas de los héroes o de los tortuosos intríngulis de la aritmética, los sobresaltos del corazón: la señorita Amanda, monja arrepentida y maestra de tercer grado, nos ponía nudos en la lengua a la hora de la lección y causaba retortijones por ciertas áreas anatómicas que identificaríamos años después.
         Siete años más tarde, ni uno menos, la edad de alargar pantalón y salir de noche empezó a conducir a los quinceañeros, tímidamente primero por la estricta prohibición –incumplida, claro– de las madres, hacia la perdición del Café. Pero como el dueño era el tío mayor, las primeras incursiones se limitaron a mirar de lejos las carambolas de los mayores y las peleas de borrachos. Una de ellas, a bala y con muerto incluido, nos desterró del Café por dos semanas: el miedo y la orden familiar obligaron al exilio.
         Pero la Fuente de Soda era poca cosa para adolescentes con ínfulas de adultos: volvimos. Y como el valor es apenas la suma de miedos sucesivos, llegamos con el arriesgue necesario para entrarle al billar y a las primeras cervezas, ante las miradas furiosas del tío y las complacientes de las meseras. Por algo se alargaba el pantalón…
         Hoy el Café ya no es lo que era. Los tiempos modernos trasladaron las mesas de billar a discotecas y night clubs de concurrencia mixta, y erradicaron los viejos cafés de rancia prosapia machista. Los últimos se refugian ahora en los pueblos más alejados y miserables, allí donde el progreso en forma de boite todavía no llega.
         Cómo será de grave el asunto que las meseras, putas profesionales pero decentes si se permite la expresión, fueron reemplazadas hace mucho por jovencitas humildes, casi virtuosas, boquifruncidas y displicentes, que ya no suscitan las pasiones de antaño, cuando por una mirada de más a la hembra con dueño, el piso del Café solía teñirse de sangre. Pues la antigua y gozosa profesión de hetaira, sólo era ejercida por las meseras fuera del Café. Adentro tenían dueño. Y ¡ay! del que osara disputar, en su territorio particular, la propiedad celosamente guardada a filo de machete o a punta de puñal por el chulo machucante y administrador.
         Sí, eran otros tiempos y el Café ya no es lo que era. Ahora, en los que aún se mantienen, hasta entran las mujeres honestas: desterraron a las buenas…

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