La
mano de apoyo, firme contra el paño verde; los dedos índice y pulgar formando
un aro por el que se desliza el taco de madera; la otra mano, la de impulso,
extendida hacia atrás agarrando la parte gruesa del taco. Torso inclinado sobre
la mesa, pies midiendo un paso largo, mirada fija en la trayectoria de la
primera bola: toc. La esfera de marfil roza apenas la segunda, destinataria
inicial, toc, y avanza hasta golpear la tercera, toc: carambola.
El jovenzuelo se yergue ufano, toma la
tiza azul, embadurna de nuevo la punta del madero, y se prepara para otra
jugada. Antes, mira de reojo al rival, observa sonriente a los amigos
expectantes y echa un rápido vistazo al trasero insinuante, apenas cubierto por
una minifalda que más parece un cinturón ancho, de la mesera más guapa, esa que
atiende la mesa donde alborotan cuatro chispos. A la izquierda, sobre otras
mesas de paño verde, Champion por supuesto, idéntica liturgia de manos, tacos,
bolas, tizas y miradas furtivas.
Del
otro lado, una veintena de mesas de cantina ocupadas por hombres que beben
aguardiente o cerveza, fuman sin pausa y conversan a gritos. Al fondo, detrás
de un mostrador de madera, reluciente por años de fregar, secar y limpiar y delante
de una hilera de botellas de contenidos, colores y sabores diversos, el
cantinero frota un vaso con un trapo tan mugriento como su delantal. Más atrás,
junto a la puerta de los servicios, un bebedor solitario empuja gaznate abajo
el décimo trago y le pide a la mesera, con voz incomprensible, que le sirva
otra ronda y repita por enésima vez el tango que le recuerda a la ingrata que
pretende olvidar.
Sobre
las cabezas, lámparas de tubo inundan de luz blanca el panorama de muebles
quietos y gentes agitadas. Al lado de cada lámpara, tiras de papel pegante
colgadas del cielo raso, exhiben su negra cosecha de moscas, entre las cuales
una mariposa despistada pone un toque mustio de colores marchitos. Y en el piso
de baldosa, colillas de cigarrillo, trozos de papel, cajetillas vacías,
regueros de cerveza y manchas eternas quizás de sangre, esperan la escoba y el
trapero del amanecer, cuando por la calle avancen los creyentes que pasan
rezando el rosario de la aurora, encabezados por el cura que lanza un chorro de
agua bendita hacia el antro del vicio.
Es
el Café. El Café de los pueblos perdidos entre recovecos montañosos y valles
verdeantes de cultivos o sementeras, o de ciudades pequeñas en trance de
crecimiento. La vieja institución de citas de negocios y encuentro de amigos en
los que aflora el dato confiable o el chisme sabroso y malintencionado, y en la
cual convergen, según si lo dice el cura en la misa dominical o lo intuye el
joven aspirante a bachiller, todos los vicios del mundo o las crudas enseñanzas
de esa escuela sin diplomas que es la vida. Esa donde se obtiene la primera
graduación: la de hombre. Porque el Café es cosa de hombres. No de niños ni de
mujeres. De hombres. O lo era hasta ayer, porque hoy…
Y
por allí nos graduamos
La
presencia de esos casi olvidados establecimientos mitad cantina, mitad club
social, aflora hoy entre los remezones de la nostalgia y el recuerdo de
olvidadas y paganas liturgias.
El
Café La Cita, en la plaza mayor y en la esquina contraria a la de la iglesia,
era el sitio de reunión de los futuros bachilleres del villorrio. Allí, a las
"cinco en sombra de la tarde", se oficiaba el rito de la charla, el
billar y las cervezas de los imberbes. Hasta las nueve de la noche cuando,
convenio respetado por todos, los muchachos dejábamos el sitio a los viejos
contertulios que tomaban la posta en las mesas casi hasta el amanecer,
alternando carambolas con apuestas a los dados, al tute o al dominó.
De
vez en cuando, en nuestro turno tempranero para el aprendizaje de la vida, una
riña a puñetazos dirimía una carambola dudosa y dejaba pendiente el combate por
la honra para el recreo largo del día siguiente. A veces, ya cerca de las diez,
la ronda policial verificaba documentos, ponía en fuga algún mocoso retrasado y
conducía a la cárcel municipal, entre tropezones, caídas e insultos, al
borrachito del fondo que a duras penas tenía voz y conciencia para repetir,
triste y monótono, un nombre de mujer y un tango malevo.
Años
atrás, cuando la violencia política convirtió la prosperidad rural de la finca
del abuelo en un par de almacenes y una farmacia en el pueblo para los tíos
menores, el mayor compró una casa esquinera de dos pisos y ocupó con la
numerosa prole que sus apellidos de estirpe antioqueña imponía, los muchos
cuartos del piso superior. En el primero, tumbó paredes, reforzó columnas,
construyó mostrador y estantes, puso asientos y mesas y un billar que adquirió
a plazos en la ciudad vecina, y fundó el Café La Cita.
Por
entonces, los primos menores a duras penas aprendíamos regla de tres e historia
patria en el Colegio de don Esmaragdo, el viejo maestro santarrosano cuya vida
sacrificada y generosa tal vez relate algún día. Pero la edad no nos permitía
cruzar siquiera el umbral de las siete puertas del Café, aunque nuestros ocho
años, empero, ya se daban modos para agregar al aprendizaje de las hazañas de
los héroes o de los tortuosos intríngulis de la aritmética, los sobresaltos del
corazón: la señorita Amanda, monja arrepentida y maestra de tercer grado, nos
ponía nudos en la lengua a la hora de la lección y causaba retortijones por
ciertas áreas anatómicas que identificaríamos años después.
Siete
años más tarde, ni uno menos, la edad de alargar pantalón y salir de noche
empezó a conducir a los quinceañeros, tímidamente primero por la estricta
prohibición –incumplida, claro– de las madres, hacia la perdición del Café.
Pero como el dueño era el tío mayor, las primeras incursiones se limitaron a
mirar de lejos las carambolas de los mayores y las peleas de borrachos. Una de ellas,
a bala y con muerto incluido, nos desterró del Café por dos semanas: el miedo y
la orden familiar obligaron al exilio.
Pero
la Fuente de Soda era poca cosa para adolescentes con ínfulas de adultos:
volvimos. Y como el valor es apenas la suma de miedos sucesivos, llegamos con
el arriesgue necesario para entrarle al billar y a las primeras cervezas, ante
las miradas furiosas del tío y las complacientes de las meseras. Por algo se
alargaba el pantalón…
Hoy
el Café ya no es lo que era. Los tiempos modernos trasladaron las mesas de
billar a discotecas y night clubs de concurrencia mixta, y erradicaron los
viejos cafés de rancia prosapia machista. Los últimos se refugian ahora en los
pueblos más alejados y miserables, allí donde el progreso en forma de boite
todavía no llega.
Cómo
será de grave el asunto que las meseras, putas profesionales pero decentes si
se permite la expresión, fueron reemplazadas hace mucho por jovencitas
humildes, casi virtuosas, boquifruncidas y displicentes, que ya no suscitan las
pasiones de antaño, cuando por una mirada de más a la hembra con dueño, el piso
del Café solía teñirse de sangre. Pues la antigua y gozosa profesión de
hetaira, sólo era ejercida por las meseras fuera del Café. Adentro tenían
dueño. Y ¡ay! del que osara disputar, en su territorio particular, la propiedad
celosamente guardada a filo de machete o a punta de puñal por el chulo
machucante y administrador.
Sí,
eran otros tiempos y el Café ya no es lo que era. Ahora, en los que aún se
mantienen, hasta entran las mujeres honestas: desterraron a las buenas…
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