A propósito de esta foto del equipo de fútbol de mi Colegio, creo que por el año 1958, este texto escrito hace algunos años en recuerdo de 3 amigos maravillosos, dos de los cuales aparecen en ella
Octubre de 1962.
Una
semana en el calor agobiante de Buenaventura, y ya extrañaba mi pueblo. Me
hacían falta el azul de sus montañas; las calles anchas y rectas de tierra
apisonada por campesinos, parroquianos, mulas, caballos, niños que jugaban; el auto
que partía para la ciudad con los cinco pasajeros de rigor; el Toyota de alguno
de los tres o cuatro potentados del pueblo; el ronco motor de los Willis que
llevaban y traían gentes y productos de las fincas; el pito de la “Chiva” que
salía o regresaba con pasajeros tres veces al día, la última a las 6 de la
tarde cuando el sol moría tras las selvas del Chocó, húmedas, neblinosas,
cuajadas de la lluvia que alimentaba los ríos de la región, y al que atravesaba
el pueblo bajo sus tres puentes de mampostería.
Culebras se llama el río… No por las serpientes
sino por su recorrido sinuoso, tranquilo al pasar por entre las casas y bajo
los puentes, acelerado y mugiente arriba del pueblo, cuando se desprende
impetuoso de las montañas, detenido apenas por las pozas que los muchachos
construíamos apilando piedras como efímeros diques que desaparecían a la
próxima creciente, nunca excesiva –salvo una– y se volvían a construir entre
gritos y algazaras…
Nos gustaba que el río se llevara los diques de
piedra. Disfrutábamos acarreándolas de nuevo –malgeniado pero generoso, el río se
llevaba unas pero traía más para remplazarlas con creces–, montándolas unas
sobre otras, acomodando aquí esta muy grande, empotrando allá esa muy pequeña
para que sirviera de cuña, apretujando ramazones entre los intersticios para
detener un poco la fuerza de la corriente, en fin.
El río Culebras. Que un día casi desaparece de
la vista de los pueblerinos, como si hubiera azotado por semanas un verano
cruel y asolador arriba en las montañas, secando sus fuentes paramunas. No
había tal. Fue un alud en lo alto de la cordillera, que lo taponó seis u ocho
días, represó sus aguas y…
Pero será otra la crónica de la Maldición de los
Misioneros Franciscanos y la Creciente Grande, porque ahora estoy en
Buenaventura… Lejos de los amigos, del fútbol dominical, de las cervezas, del
cine vespertino, de las vueltas al parque tomados de la mano con las amiguitas
casi novias, casi núbiles: Lucy, Mariela, Marina, Gloria, Amparo, Rocío, Edilia,
Margarita… Y Gleri. La más bella de todas, la inasible, la inalcanzable. Un día
alguien dijo que se “había ido de monja”, y hubimos de aceptar que sí, que esa
belleza suya de ojos verdes y dulces, de melena color del trigo maduro recogida
en cola de caballo, de hermoso rostro de Madonna, no era terrenal… Pero ella
será motivo de otra crónica.
El Puerto era otra cosa. Otra realidad, recién
descubierta. El clima caliginoso y agotador en nada se parecía al primaveral
del pueblo, con sus veranos frescos, sus inviernos abrigados, su cielo azul y
despejado, salvo alguna nube juguetona que ora parecía un caballo, ya un elefante,
una jirafa, un pato, un hombre caminando… En fin. Lo que vieran los
ojos, instigados por la rauda imaginación de los 15 ó 16 años…
No me acostumbraba ni a la agitada jornada de
trabajo de una oficina bancaria diez veces más grande que la que había dejado,
y menos al calor agobiante que no bajaba de los 35 ó 38 grados… a la sombra de
las palmeras del parque o de las aceras y bulevares protegidos de la canícula por
los pisos superiores de edificios y casas de balcón. Pero hubo que hacerlo.
Poco a poco mermó el sudor, me acostumbré a las camisetas de algodón que
recogían la humedad, me hice de a poco a la inercia de los días y de una
realidad que había elegido… algo apresuradamente, según me pareció en esos
primeros días. Pero ya estaba hecho. No me pensaba aparecer de nuevo por el
pueblo con la maleta al hombro y exhibiendo el fracaso, la cobardía, la
rendición a la nostalgia y a los cariños abandonados: Mi Tía Alicia, los
viejos, la abuela consentidora y alcahuete de fechorías infantiles… No. A lo
hecho pecho. Que ya no era un niño sino un proyecto de ciudadano, con casi 20
años a cuestas, una decisión tomada, y un destino que buscar. O construir. Como
los diques en el río, rehechos después de la creciente…
Pero la posibilidad del regreso a destiempo se
presentó ominosa la misma primera semana. Dice el viejo dicho que “sufre más el
lambón que el dueño de la olla”, y eso se aplicaba a un personaje que, desde
Bogotá, vigilaba que el Banco no incurriera en costos excesivos, sobre todo en
lo que atañía al salario de los empleados. Era el Revisor Fiscal, cuya mezquina
vigilancia sobre los sueldos tenía el respaldo tácito del Gerente General,
quien con ocasión de un inminente conflicto laboral había soltado esta perla en
un Coctel de empresarios: “El empleado con hambre, trabaja mejor”.
Aupado en tan generosa premisa, el Revisor
Fiscal informó al Gerente de mi oficina que no podía autorizar un aumento del 150%
en mi salario, de $300,oo a $750,oo, y que sólo autorizaba $450,oo. Don Jesús
Salcedo, apenado por la situación, me pidió pensarlo e informarle al final del
día. A las seis ingresé a su oficina: “Don Jesús, en mi pueblo no tengo que
pagar arriendo ni alimentación. Aquí sí. Por otra parte, de Mensajero a
Contador implica superar 5 cargos intermedios en la jerarquía del Banco, cosa
que puedo hacer porque los desempeñé todos en mi pueblo en las emergencias de
personal. Si el señor Revisor no autoriza el salario que corresponde al cargo,
le agradezco pero me regreso”.
Al día siguiente, Don Jesús me llamó a su
oficina y cuando ya veía en sus manos el pasaje de regreso, me dijo que había
hablado con la Gerencia de Recursos Humanos, explicado el asunto, informado de
mis “capacidades”, y obtenido aprobación del salario y del cargo. Supe luego que
el vigilante Revisor Fiscal me había anotado en su libretica de candidatos al
despido, a la menor falla por mi parte. Tres años después, el Banco me trasladó
a Cali como Supervisor de Agencias urbanas, de donde accedí a Gerente de
Oficina en un par de años más. Para felicidad del Revisor Fiscal…
Ocho largos días. La agotadora jornada del
viernes se apaciguó con unas Pilsener en el Kiosco, la charla inteligente de
los nuevos amigos, las miradas a las chicas que apenas empezaba a conocer y mis
amigos no me presentaban, muy ocupados hablando de Borges, de Miller, de
Salinger, de Camus, de Hemingway, esos monstruos. Salvo uno, Julio, homosexual
reconocido, aceptado y respetuoso, quien me había prometido presentarme en
diciembre, “cuando salgan del Colegio en Madrid”, pueblo estudiantil cerca de
Bogotá, “dos hermanas que te van a enamorar”. Ni siquiera me quiso decir sus
nombres. “Ya los sabrás, cuando lleguen”.
Así que ese segundo sábado me había asaltado con
una repentina lluvia de nostalgia por los míos, por mi pueblo y mis gentes y
mis paisajes… Me repuse, salí del pequeño departamento que ya ocupaba y me
lancé a la calle en busca del desayuno. Y del resto de un día que se ofrecía
menos húmedo, menos ardiente, más amigable… Como si se apesadumbrara de mis
nostalgias.
La calle principal, ya poblada de viandantes y
vehículos apresurados a las 8 de la mañana, no me hizo gracia. Así que me fui a
la que, más tranquila y silenciosa, quedaba detrás, hacia la colina de la
iglesia donde a esas horas Monseñor Gerardo Valencia Cano, del Grupo Golconda, algunos
de cuyos curas integrantes pasaron del altar a las guerrillas en los años
sesentas, ensayaba su revolucionario sermón para la misa de once. Uno de esos
sermones con los que soliviantaba obreros portuarios y molestaba autoridades y
gentes principales, que ya lo tenían por comunista y alborotador. No muchos
años después, un curioso accidente cruzando la cordillera en la avioneta que lo
transportaba a Cali, suspendió para siempre sus homilías color protesta. Tal
como por esos mismos tiempos les ocurriera a Omar Torrijos, a Jaime Bateman, a
Jaime Roldós…
Miré hacia ambos lados de la calle solitaria.
Hacia la izquierda, el desayuno en el casi fastuoso Hotel Estación estaba fuera
del alcance de mi magro salario. Hacia la derecha, el restaurante de la esquina
se ofrecía más acorde con mi economía de empleado bancario. Pero algo llamó mi
atención, más que la urgencia de recuperarme de una noche larga, bebida y conversada.
Frente al restaurante, como si dudaran entre entrar a desayunar o mantenerse a
la espera de algo… o de alguien, un grupo de tres personas tenía un no sé qué
de familiar. Quizás eran mis nuevos amigos, pero no. Ellos vivían hacia otro
lado, en sus casas con sabatino desayuno familiar.
Me fui acercando mientras los tres personajes se
perfilaban y agrandaban poco a poco… No lo podía creer. No era posible. Pero
sí. Eran Néstor, Norberto y Nicolás. Mis amigos del alma, mis panas de colegio,
de cervezas en la Fuente de soda, de fútbol, de novias compartidas, de paseos y
de diques de piedra y baño en el río…
Los miré… me miraron, y como en el cine gringo
cuando los soldados regresan del frente de batalla y aparecen en sus casas
frente a la madre, la esposa y la familia expectante, nos abrazamos los cuatro,
fuerte, fuerte, como si quisiéramos rehacer el nudo que yo había desatado ocho
días antes.
–¿Qué hacen aquí?, pude preguntar al cabo de un
rato. – ¿No tienen qué trabajar? ¿Pidieron vacaciones?
– No, dijo Nicolás, el mejor de todos para el
fútbol, el mejor de todos en todo. Salimos el viernes del pueblo y tomamos en
Cali el bus de media noche. Llegamos hace una hora. Tenemos que trabajar el
lunes.
– Pero están locos, dije. – ¿Ese viaje para sólo
dos días?
– Si, dijo Néstor mirando a los otros dos
primero, luego a mí. – Es que nos haces mucha falta…
Nos abrazamos de nuevo con la cabeza gacha,
anudados en una amistad de años y de sueños y de libros y de ilusiones.
La carcajada de los cuatro cuando nos miramos de
nuevo a la cara, salvó el orgullo y puso a buen recaudo la dignidad. Y la
hombría, claro. Los cuatro teníamos los ojos encharcados de alegría, de cariño,
de viejos recuerdos compartidos.
Ese fin de semana lo ocupamos en recorrer el
Puerto, en ponernos al día con las noticias de allá y de acá. En la noche los
llevé al Kiosco y les presenté a mis nuevos amigos, cuya presencia no agrietó
un milímetro esa vieja amistad construida desde la niñez. Antes, al filo de las
cinco de la tarde, los había convidado a un cerveza inicial en el Miramar, en
donde les presenté a mi amiga pereirana. Que los acogió también con la amistosa
y sincera sabiduría que otorga su profesión a quienes sólo buscan –buscamos– un
cómplice para la nostalgia.
Sí, con esos amigos, la vida era linda.
Pero ya no están…