sábado, 31 de octubre de 2015

Una visita inesperada

A propósito de esta foto del equipo de fútbol de mi Colegio, creo que por el año 1958, este texto escrito hace algunos años en recuerdo de 3 amigos maravillosos, dos de los cuales aparecen en ella

Octubre de 1962. 
Una semana en el calor agobiante de Buenaventura, y ya extrañaba mi pueblo. Me hacían falta el azul de sus montañas; las calles anchas y rectas de tierra apisonada por campesinos, parroquianos, mulas, caballos, niños que jugaban; el auto que partía para la ciudad con los cinco pasajeros de rigor; el Toyota de alguno de los tres o cuatro potentados del pueblo; el ronco motor de los Willis que llevaban y traían gentes y productos de las fincas; el pito de la “Chiva” que salía o regresaba con pasajeros tres veces al día, la última a las 6 de la tarde cuando el sol moría tras las selvas del Chocó, húmedas, neblinosas, cuajadas de la lluvia que alimentaba los ríos de la región, y al que atravesaba el pueblo bajo sus tres puentes de mampostería.
Culebras se llama el río… No por las serpientes sino por su recorrido sinuoso, tranquilo al pasar por entre las casas y bajo los puentes, acelerado y mugiente arriba del pueblo, cuando se desprende impetuoso de las montañas, detenido apenas por las pozas que los muchachos construíamos apilando piedras como efímeros diques que desaparecían a la próxima creciente, nunca excesiva –salvo una– y se volvían a construir entre gritos y algazaras…
Nos gustaba que el río se llevara los diques de piedra. Disfrutábamos acarreándolas de nuevo –malgeniado pero generoso, el río se llevaba unas pero traía más para remplazarlas con creces–, montándolas unas sobre otras, acomodando aquí esta muy grande, empotrando allá esa muy pequeña para que sirviera de cuña, apretujando ramazones entre los intersticios para detener un poco la fuerza de la corriente, en fin.
El río Culebras. Que un día casi desaparece de la vista de los pueblerinos, como si hubiera azotado por semanas un verano cruel y asolador arriba en las montañas, secando sus fuentes paramunas. No había tal. Fue un alud en lo alto de la cordillera, que lo taponó seis u ocho días, represó sus aguas y…
Pero será otra la crónica de la Maldición de los Misioneros Franciscanos y la Creciente Grande, porque ahora estoy en Buenaventura… Lejos de los amigos, del fútbol dominical, de las cervezas, del cine vespertino, de las vueltas al parque tomados de la mano con las amiguitas casi novias, casi núbiles: Lucy, Mariela, Marina, Gloria, Amparo, Rocío, Edilia, Margarita… Y Gleri. La más bella de todas, la inasible, la inalcanzable. Un día alguien dijo que se “había ido de monja”, y hubimos de aceptar que sí, que esa belleza suya de ojos verdes y dulces, de melena color del trigo maduro recogida en cola de caballo, de hermoso rostro de Madonna, no era terrenal… Pero ella será motivo de otra crónica.
El Puerto era otra cosa. Otra realidad, recién descubierta. El clima caliginoso y agotador en nada se parecía al primaveral del pueblo, con sus veranos frescos, sus inviernos abrigados, su cielo azul y despejado, salvo alguna nube juguetona que ora parecía un caballo, ya un elefante, una jirafa, un pato, un hombre caminando… En fin.  Lo que vieran los ojos, instigados por la rauda imaginación de los 15 ó 16 años…
No me acostumbraba ni a la agitada jornada de trabajo de una oficina bancaria diez veces más grande que la que había dejado, y menos al calor agobiante que no bajaba de los 35 ó 38 grados… a la sombra de las palmeras del parque o de las aceras y bulevares protegidos de la canícula por los pisos superiores de edificios y casas de balcón. Pero hubo que hacerlo. Poco a poco mermó el sudor, me acostumbré a las camisetas de algodón que recogían la humedad, me hice de a poco a la inercia de los días y de una realidad que había elegido… algo apresuradamente, según me pareció en esos primeros días. Pero ya estaba hecho. No me pensaba aparecer de nuevo por el pueblo con la maleta al hombro y exhibiendo el fracaso, la cobardía, la rendición a la nostalgia y a los cariños abandonados: Mi Tía Alicia, los viejos, la abuela consentidora y alcahuete de fechorías infantiles… No. A lo hecho pecho. Que ya no era un niño sino un proyecto de ciudadano, con casi 20 años a cuestas, una decisión tomada, y un destino que buscar. O construir. Como los diques en el río, rehechos después de la creciente… 
Pero la posibilidad del regreso a destiempo se presentó ominosa la misma primera semana. Dice el viejo dicho que “sufre más el lambón que el dueño de la olla”, y eso se aplicaba a un personaje que, desde Bogotá, vigilaba que el Banco no incurriera en costos excesivos, sobre todo en lo que atañía al salario de los empleados. Era el Revisor Fiscal, cuya mezquina vigilancia sobre los sueldos tenía el respaldo tácito del Gerente General, quien con ocasión de un inminente conflicto laboral había soltado esta perla en un Coctel de empresarios: “El empleado con hambre, trabaja mejor”.
Aupado en tan generosa premisa, el Revisor Fiscal informó al Gerente de mi oficina que no podía autorizar un aumento del 150% en mi salario, de $300,oo a $750,oo, y que sólo autorizaba $450,oo. Don Jesús Salcedo, apenado por la situación, me pidió pensarlo e informarle al final del día. A las seis ingresé a su oficina: “Don Jesús, en mi pueblo no tengo que pagar arriendo ni alimentación. Aquí sí. Por otra parte, de Mensajero a Contador implica superar 5 cargos intermedios en la jerarquía del Banco, cosa que puedo hacer porque los desempeñé todos en mi pueblo en las emergencias de personal. Si el señor Revisor no autoriza el salario que corresponde al cargo, le agradezco pero me regreso”.
Al día siguiente, Don Jesús me llamó a su oficina y cuando ya veía en sus manos el pasaje de regreso, me dijo que había hablado con la Gerencia de Recursos Humanos, explicado el asunto, informado de mis “capacidades”, y obtenido aprobación del salario y del cargo. Supe luego que el vigilante Revisor Fiscal me había anotado en su libretica de candidatos al despido, a la menor falla por mi parte. Tres años después, el Banco me trasladó a Cali como Supervisor de Agencias urbanas, de donde accedí a Gerente de Oficina en un par de años más. Para felicidad del Revisor Fiscal…
Ocho largos días. La agotadora jornada del viernes se apaciguó con unas Pilsener en el Kiosco, la charla inteligente de los nuevos amigos, las miradas a las chicas que apenas empezaba a conocer y mis amigos no me presentaban, muy ocupados hablando de Borges, de Miller, de Salinger, de Camus, de Hemingway, esos monstruos. Salvo uno, Julio, homosexual reconocido, aceptado y respetuoso, quien me había prometido presentarme en diciembre, “cuando salgan del Colegio en Madrid”, pueblo estudiantil cerca de Bogotá, “dos hermanas que te van a enamorar”. Ni siquiera me quiso decir sus nombres. “Ya los sabrás, cuando lleguen”.
Así que ese segundo sábado me había asaltado con una repentina lluvia de nostalgia por los míos, por mi pueblo y mis gentes y mis paisajes… Me repuse, salí del pequeño departamento que ya ocupaba y me lancé a la calle en busca del desayuno. Y del resto de un día que se ofrecía menos húmedo, menos ardiente, más amigable… Como si se apesadumbrara de mis nostalgias.
La calle principal, ya poblada de viandantes y vehículos apresurados a las 8 de la mañana, no me hizo gracia. Así que me fui a la que, más tranquila y silenciosa, quedaba detrás, hacia la colina de la iglesia donde a esas horas Monseñor Gerardo Valencia Cano, del Grupo Golconda, algunos de cuyos curas integrantes pasaron del altar a las guerrillas en los años sesentas, ensayaba su revolucionario sermón para la misa de once. Uno de esos sermones con los que soliviantaba obreros portuarios y molestaba autoridades y gentes principales, que ya lo tenían por comunista y alborotador. No muchos años después, un curioso accidente cruzando la cordillera en la avioneta que lo transportaba a Cali, suspendió para siempre sus homilías color protesta. Tal como por esos mismos tiempos les ocurriera a Omar Torrijos, a Jaime Bateman, a Jaime Roldós…
Miré hacia ambos lados de la calle solitaria. Hacia la izquierda, el desayuno en el casi fastuoso Hotel Estación estaba fuera del alcance de mi magro salario. Hacia la derecha, el restaurante de la esquina se ofrecía más acorde con mi economía de empleado bancario. Pero algo llamó mi atención, más que la urgencia de recuperarme de una noche larga, bebida y conversada. Frente al restaurante, como si dudaran entre entrar a desayunar o mantenerse a la espera de algo… o de alguien, un grupo de tres personas tenía un no sé qué de familiar. Quizás eran mis nuevos amigos, pero no. Ellos vivían hacia otro lado, en sus casas con sabatino desayuno familiar.
Me fui acercando mientras los tres personajes se perfilaban y agrandaban poco a poco… No lo podía creer. No era posible. Pero sí. Eran Néstor, Norberto y Nicolás. Mis amigos del alma, mis panas de colegio, de cervezas en la Fuente de soda, de fútbol, de novias compartidas, de paseos y de diques de piedra y baño en el río… 
Los miré… me miraron, y como en el cine gringo cuando los soldados regresan del frente de batalla y aparecen en sus casas frente a la madre, la esposa y la familia expectante, nos abrazamos los cuatro, fuerte, fuerte, como si quisiéramos rehacer el nudo que yo había desatado ocho días antes.

–¿Qué hacen aquí?, pude preguntar al cabo de un rato. – ¿No tienen qué trabajar? ¿Pidieron vacaciones?
– No, dijo Nicolás, el mejor de todos para el fútbol, el mejor de todos en todo. Salimos el viernes del pueblo y tomamos en Cali el bus de media noche. Llegamos hace una hora. Tenemos que trabajar el lunes.
– Pero están locos, dije. – ¿Ese viaje para sólo dos días?
– Si, dijo Néstor mirando a los otros dos primero, luego a mí. – Es que nos  haces mucha falta…

Nos abrazamos de nuevo con la cabeza gacha, anudados en una amistad de años y de sueños y de libros y de ilusiones.
La carcajada de los cuatro cuando nos miramos de nuevo a la cara, salvó el orgullo y puso a buen recaudo la dignidad. Y la hombría, claro. Los cuatro teníamos los ojos encharcados de alegría, de cariño, de viejos recuerdos compartidos.
Ese fin de semana lo ocupamos en recorrer el Puerto, en ponernos al día con las noticias de allá y de acá. En la noche los llevé al Kiosco y les presenté a mis nuevos amigos, cuya presencia no agrietó un milímetro esa vieja amistad construida desde la niñez. Antes, al filo de las cinco de la tarde, los había convidado a un cerveza inicial en el Miramar, en donde les presenté a mi amiga pereirana. Que los acogió también con la amistosa y sincera sabiduría que otorga su profesión a quienes sólo buscan –buscamos– un cómplice para la nostalgia.
Sí, con esos amigos, la vida era linda.

Pero ya no están… 

martes, 27 de octubre de 2015

Sin motivo aparente… 

Descripción un tanto irrelevante. Mi casa y mi habitación, albergan libros. Al frente de mi cama, literatura europea y norteamericana; al lado izquierdo, latinoamericana, española y portuguesa. En el pasillo, justo al salir y a la izquierda, el estante de los escritores ecuatorianos. Al lado, en mi “escritorio”, enciclopedias y libros de consulta, de ciencia, de historia, de economía y de política, biografías y Ensayo. Y, por supuesto, filosofía y teología y religiones, literatura de Oriente y un poco de lo poco que llega del Continente de los orígenes. Y diccionarios. De casi todo porque casi todo lo ignoro y debo consultar a menudo “qué es eso” que me inquieta o me produce curiosidad.
También hay, claro, un televisor. Veo noticias, una película, algo de fútbol cuando hay un buen partido, y series gringas de misterio y de crímenes. No aguanto las de humor. El humor gringo me parece chirle y forzado. Y muy bueno, en cambio, cuando no se propone “ser” humor, La estupenda serie SCORPION (martes a las 20:00 en AXN, y no es cuña), aventuras de cuatro genios con IQ más alto que el de Einstein –todos rondan los 190–, es todo un canto a la ciencia y la tecnología con gags de humor que ya quisieran las “humorísticas”.
Me llama mucho la atención que haya tantos, tan diversos y perversos criminales en esos filmes de no más de una hora de duración y siempre en formato teleserie con argumento continuo. Pululan en ellas asesinos en serie y asesinos múltiples, psicópatas y sociópatas, torturadores sádicos, degenerados sexuales y violadores, en fin. Toda una fauna de criminales de la peor especie, en una sociedad que se ufana de ser la más desarrollada del mundo. Pero no es el desarrollo material, industrial y ni  siquiera el científico, lo que retrata y perfila el “alma” de una sociedad, su psiquis colectiva, su naturaleza ética y humana. No. Es el Arte el reflejo de lo que esa sociedad es por dentro, de lo que son sus individuos y lo que es ella en términos generales. Porque una sociedad, en el fondo, no es otra cosa que la suma de sus individualidades…
Sobre la cabecera de la cama, un bello desnudo fotográfico, regalo de Pablo Corral Vega. A lado y lado, dibujos eróticos que alguna vez me obsequió Patricio Palomeque. Los tenía en la sala y en el comedor pero noté que algunos visitantes se acholaban a la vista de los cuerpos desnudos de las dos jóvenes modelos de Pablo, y más aún con los enredos orgiásticos de Patricio, explícitos y atrevidos. Así que, como no me asusta el erotismo ni me produce vergüenza la desnudez ni el sexo me parece sucio ni pecaminoso, decidí ahorrarles vergüenzas y mortificaciones a mis escasos visitantes, y convertí mi cuarto en una especie de librería con sexo gráfico, ya que no real. O sea… Algo es algo. La edad que dicen… ese tiempo en el que el sexo es más que todo visto y leído… Y ni siquiera oral, escrito… 
Por ahí andan El amante de Lady Chaterley, los Trópicos de Miller, Memorias de una cortesana, algunas obras algo inocentes diría, de don José María, pero no Velasco Ibarra quien de lo que sé era entre ascético y pudibundo, sino del otro, de Vargas Vila, él sí, cachondo… También un tomo de Poesía erótica española e hispanoamericana y los sonetos de don Pedro Aretino, que se las traen… En un estante alto, mi pequeña colección de comics de Milo Manara, que no les tienen nada que envidiar a los sonetos de su paisano… Cine 3X, no tengo. El Porno cinematográfico me parece aburrido… Siempre la misma cabalgata… En cambio, sí rondan por ahí Historia de O, las Emannuelle, Vida de Adele, Ninfomanía de von Trier, Nueve semanas y media, Betty Blue y el Imperio de los sentidos, Orquídea salvaje, El Decameron de Passolini, el Amante y Primas cariñosas (que me alborota los recuerdos). En fin, varias más. Porque el cine erótico hecho con talento, es otra cosa…
También hay, en un pedazo de pared que dejó libre el estante hispanoamericano, una larga cabellera de lana azul, tejida en 9 trenzas iguales, ceñidas cada una con precisa simetría por un anillo multicolor también de lana. Cada trenza, esto seguro aunque sólo conté los de una, tiene 150 cabellos azules… La cabellera, que me recuerda a Léa Seydoux, la hermosa protagonista de cabello azul del filme de Abdellatif Kechiche que ganara Cannes hace algunos años, la tejió una mujer que ocupó espacio hondo y largo en mi vida… hace años. Espacio que vació primero, llenó después y desapareció luego como un relámpago, una “niña linda” cuya presencia física no duró tanto, pero que sigue ahí… en la memoria… Y en el túnel del tiempo de ese vacío…
A lado y lado, los veladores. Disculpen la prolijidad pero ahora llego a lo que importa. Al menos a mí. Los libros, digamos, de cabecera. Los de siempre. A los que acudo cuando me siento bien o cuando me siento mal. Los que me salvan o me refuerzan. Los que vitalmente me entristecen con mesura o me alegran con generosidad. A mi izquierda, entre el cabezal de la cama y las tablas del librero, apretados por un trozo desigual pero con un lado plano y recto de roca volcánica que traje hace años del Parque Nacional del Cajas, en Azuay, están al alcance de mi mano zurda Don Miguel de la Mancha en la hermosa edición limitada que hizo en Valencia en 1967 Alfredo Ortells Ferriz, con motivo de los 1,000 años del Idioma Español, encuadernada en cuero repujado a mano, con 156 grabados de Gustavo Doré, comentada por don Diego Clemencín y un estudio crítico de Luis Astrana Marín. (No lo presto. Ni lo vendo). Al lado y hacia el fondo, las obras completas del dramaturgo inglés –ya saben cuál– en una bella edición de Aguilar, que ya no existe, también de 1967. Vecinos, los 4 tomos –me falta el Nro. 1 que desapareció de mi biblioteca hace algunos años y espero haya sido leído y gozado– las Obras Completas de Octavio Paz en la bella edición de Galaxia Gutemberg del Círculo de Lectores, de 2001; enseguida, los también 4 tomos –no falta ninguno– de las Obras Completas de Jorge Luis Borges en la Edición de Emecé Editores, de 2000. Otra, más antigua y de la misma Editorial, en un solo tomo, envejece y amarillea en otro lugar. Al final de la fila, el diccionario Larousse, compañero imprescindible del lector que pretende escribir. A la par que los significados académicos de los vocablos de la lengua, funge también de precisa cuanto resumida enciclopedia de nombres ilustres y lugares del mundo. Y hasta tiene unas cuantas páginas de latinajos más o menos recurrentes.
En el velador a mi derecha y también apretados por un pedazo de roca del mismo origen, diez o doce volúmenes de los distintos temas que me interesan: economía, historia, política, dos o tres novelas recientes, García Lorca y Neruda, Montale y Kavafis, Vallejo. Al alcance. La mayoría, excepto los poetas, no duran sino lo que dura su lectura. La  atosigante actualidad se impone y remplaza a Hobsbawm por Auster, a Murakami por Chomsky, a William Ospina por Karen Armstrong, a lo más reciente de Vásconez o de Cárdenas, por lo actual de Ubidia o de E. Carrión… Y así… 
El final –o inicio– de la historia, es que anoche no podía dormir, en lo cual tiene culpa cierta burocracia financiera que ejerce su metro cuadrado de Poder por los lados de la Wilson, y decidí volver a Borges. Estiré la mano sabiendo que, al final, alanzaba a tocarlo… Al oscuro tomé un libro, encendí la luz y vi que era el Segundo Tomo, que empieza con uno de sus mejores libros: Otras inquisiciones, publicado en 1952. Y lo empecé a leer desde el primer Ensayo, textos cortos que Borges llama con sencillez, Notas… La segunda Nota es “La esfera de Pascal”, y alude tanto a la circunferencia y a sus puntos, como al Universo y, por supuesto, al dios cristiano que Borges cita, respetuoso: Dios.
Esa lectura, y la de otras Notas de ese tomo, me llevaron a ciertas lucubraciones que dejaré para otro rato… Porque ahora me ocupa otra idea: La cama es un lugar en el que sólo tienen cabida el amor, su necesario complemento el sexo, la literatura y el sueño. Por eso en mi cama siempre hay uno o varios libros, muy ocasionalmente una bella compañía, y el sueño. Jamás llevaría a la cama, y esta es la idea, un computador portátil, una iPad o un Kindle… Me parecería una irrespetuosa profanación…

Como llevar una muñeca de plástico en lugar de acudir al deseado y deseable cuerpo de una amiga… ESA amiga… 

domingo, 25 de octubre de 2015

Colombia vota mañana… para el futuro.

El domingo 25 de octubre, habrá en Colombia elecciones para autoridades seccionales y regionales: gobernaciones y asambleas departamentales, alcaldías y concejos municipales, y juntas parroquiales. Y si nos atenemos a la realidad social y política del momento, los 33 millones de colombianos aptos para votar, y sin mirar a la derecha ni a la izquierda aunque los dos lados están bien definidos en sus cercanías ideológicas, tienen un  panorama que puede dibujarse en 3 caminos evidentes:

1.- Una ultra derecha guerrerista y paramilitar que, de triunfar, hará todo lo posible y con renovados bríos, por torpedear el Proceso de Paz y volver a las masacres, los desplazados, a la corrupción administrativa –que tampoco ha desaparecido, por cierto, pero se agudizaría al extremo–, a la guerra indefinida y eterna que le permite a esa ultraderecha enriquecerse y acaparar tierras “liberadas” de campesinos por las bandas paramilitares, a las tumbas colectivas y a los falsos positivos. Es decir, el acceso de nuevo al poder casi total de las huestes uribistas identificadas, falsamente, como Centro Democrático. Que ni es centro ni es democrático por ninguno de sus lados: es simple y llanamente, fascismo corrupto y violento, que medra y vive de la guerra porque ese ha sido y es su camino de enriquecimiento y de venganza.

2.- Hacia el Centro, y en el caso de Bogotá, la alcaldía más importante y verdadera antesala de la Presidencia de la República, el motejado de Liberal pero impregnado de uribismo y vinculado a lo peor de la política colombiana en los últimos 70 años, Enrique Peñalosa. Fue un buen alcalde y podría volver a serlo, pero su cercanía con el ex presidente Uribe lo contamina. Y si de ahí salta a la Presidencia de la República, el peligro de un regreso del uribismo más corrupto y criminal es patente. Si llega con votos del Centro Democrático, los tendrá que pagar.

Por el otro lado pero en el mismo sector centro derechista, Rafael Pardo, más cercano al actual Presidente y más comprometido con la paz, pero igualmente miembro de la oligarquía bogotana. No es garantía de progreso ni de cambio sino de regreso al pasado pre Uribe. Nada confiable.

3.- La Tercera Opción, está a la izquierda con Clara López. Identificada con el Proceso de paz y claramente definida como persona de ideas progresistas, en la resignificación que el vocablo tiene en la América Latina y su nuevo rumbo hacia el socialismo, Clara López sería, como Alcalde de Bogotá, un peldaño cierto en la escalera hacia la conquista del poder. Escalera, por cierto, aún muy empinada por el conservadurismo de la sociedad colombiana y la dependencia intelectual, moral y emocional de la mayoría de su población de los dogmas e imposiciones de la Religión Católica. Si a ello se agrega la influencia, aún muy grande, que tiene el ex Presidente Uribe en un sector refractario a darle oportunidades políticas a las guerrillas una vez alcanzada la paz, el camino se torna todavía más arduo y la escalera más resbaladiza.

Sin embargo, ya existe un sector de la sociedad colombiana que poco a poco se va alejando de las promesas militaristas de Uribe de conseguir la paz mediante la guerra, dado que esa política de violencia militar y paramilitar coaligadas no dio resultados positivos, en el buen sentido, en 8 años de mandato, y en cambio produjo un hondo deterioro ético de las FFAA. Aparte de una incierta pero en todo caso numerosa cantidad de víctimas inocentes, cerca de 4 mil considerados como falsos positivos. En cuyo número no se cuentan todas las víctimas incineradas, enterradas en fosas comunes y desaparecidas por otros métodos, todo ello dentro del objetivo del gobierno uribista de acabar con las guerrillas.


Colombia tiene, pues, el domingo, 25 ante sí, la posibilidad de darle fin a un conflicto de 60 años que parece a punto de terminar, o de retrotraer la sociedad colombiana a las épocas aciagas cuando el nefasto gobernante prometía y la gente ingenua o desesperada creía que sólo la violencia oficial y extraoficial, podía terminar con la violencia guerrillera. Ya se vio que no es así. Pero una cosa dice la lógica y otra la mentalidad de un pueblo más cercano al Corazón de Jesús que a la justicia social. Y muy proclive a la compra de votos…

martes, 20 de octubre de 2015

El Café, esa Escuela de la Vida

         La mano de apoyo, firme contra el paño verde; los dedos índice y pulgar formando un aro por el que se desliza el taco de madera; la otra mano, la de impulso, extendida hacia atrás agarrando la parte gruesa del taco. Torso inclinado sobre la mesa, pies midiendo un paso largo, mirada fija en la trayectoria de la primera bola: toc. La esfera de marfil roza apenas la segunda, destinataria inicial, toc, y avanza hasta golpear la tercera, toc: carambola.
         El jovenzuelo se yergue ufano, toma la tiza azul, embadurna de nuevo la punta del madero, y se prepara para otra jugada. Antes, mira de reojo al rival, observa sonriente a los amigos expectantes y echa un rápido vistazo al trasero insinuante, apenas cubierto por una minifalda que más parece un cinturón ancho, de la mesera más guapa, esa que atiende la mesa donde alborotan cuatro chispos. A la izquierda, sobre otras mesas de paño verde, Champion por supuesto, idéntica liturgia de manos, tacos, bolas, tizas y miradas furtivas.
         Del otro lado, una veintena de mesas de cantina ocupadas por hombres que beben aguardiente o cerveza, fuman sin pausa y conversan a gritos. Al fondo, detrás de un mostrador de madera, reluciente por años de fregar, secar y limpiar y delante de una hilera de botellas de contenidos, colores y sabores diversos, el cantinero frota un vaso con un trapo tan mugriento como su delantal. Más atrás, junto a la puerta de los servicios, un bebedor solitario empuja gaznate abajo el décimo trago y le pide a la mesera, con voz incomprensible, que le sirva otra ronda y repita por enésima vez el tango que le recuerda a la ingrata que pretende olvidar.
         Sobre las cabezas, lámparas de tubo inundan de luz blanca el panorama de muebles quietos y gentes agitadas. Al lado de cada lámpara, tiras de papel pegante colgadas del cielo raso, exhiben su negra cosecha de moscas, entre las cuales una mariposa despistada pone un toque mustio de colores marchitos. Y en el piso de baldosa, colillas de cigarrillo, trozos de papel, cajetillas vacías, regueros de cerveza y manchas eternas quizás de sangre, esperan la escoba y el trapero del amanecer, cuando por la calle avancen los creyentes que pasan rezando el rosario de la aurora, encabezados por el cura que lanza un chorro de agua bendita hacia el antro del vicio.
         Es el Café. El Café de los pueblos perdidos entre recovecos montañosos y valles verdeantes de cultivos o sementeras, o de ciudades pequeñas en trance de crecimiento. La vieja institución de citas de negocios y encuentro de amigos en los que aflora el dato confiable o el chisme sabroso y malintencionado, y en la cual convergen, según si lo dice el cura en la misa dominical o lo intuye el joven aspirante a bachiller, todos los vicios del mundo o las crudas enseñanzas de esa escuela sin diplomas que es la vida. Esa donde se obtiene la primera graduación: la de hombre. Porque el Café es cosa de hombres. No de niños ni de mujeres. De hombres. O lo era hasta ayer, porque hoy…

Y por allí nos graduamos
         La presencia de esos casi olvidados establecimientos mitad cantina, mitad club social, aflora hoy entre los remezones de la nostalgia y el recuerdo de olvidadas y paganas liturgias.
         El Café La Cita, en la plaza mayor y en la esquina contraria a la de la iglesia, era el sitio de reunión de los futuros bachilleres del villorrio. Allí, a las "cinco en sombra de la tarde", se oficiaba el rito de la charla, el billar y las cervezas de los imberbes. Hasta las nueve de la noche cuando, convenio respetado por todos, los muchachos dejábamos el sitio a los viejos contertulios que tomaban la posta en las mesas casi hasta el amanecer, alternando carambolas con apuestas a los dados, al tute o al dominó.
         De vez en cuando, en nuestro turno tempranero para el aprendizaje de la vida, una riña a puñetazos dirimía una carambola dudosa y dejaba pendiente el combate por la honra para el recreo largo del día siguiente. A veces, ya cerca de las diez, la ronda policial verificaba documentos, ponía en fuga algún mocoso retrasado y conducía a la cárcel municipal, entre tropezones, caídas e insultos, al borrachito del fondo que a duras penas tenía voz y conciencia para repetir, triste y monótono, un nombre de mujer y un tango malevo.
         Años atrás, cuando la violencia política convirtió la prosperidad rural de la finca del abuelo en un par de almacenes y una farmacia en el pueblo para los tíos menores, el mayor compró una casa esquinera de dos pisos y ocupó con la numerosa prole que sus apellidos de estirpe antioqueña imponía, los muchos cuartos del piso superior. En el primero, tumbó paredes, reforzó columnas, construyó mostrador y estantes, puso asientos y mesas y un billar que adquirió a plazos en la ciudad vecina, y fundó el Café La Cita.
         Por entonces, los primos menores a duras penas aprendíamos regla de tres e historia patria en el Colegio de don Esmaragdo, el viejo maestro santarrosano cuya vida sacrificada y generosa tal vez relate algún día. Pero la edad no nos permitía cruzar siquiera el umbral de las siete puertas del Café, aunque nuestros ocho años, empero, ya se daban modos para agregar al aprendizaje de las hazañas de los héroes o de los tortuosos intríngulis de la aritmética, los sobresaltos del corazón: la señorita Amanda, monja arrepentida y maestra de tercer grado, nos ponía nudos en la lengua a la hora de la lección y causaba retortijones por ciertas áreas anatómicas que identificaríamos años después.
         Siete años más tarde, ni uno menos, la edad de alargar pantalón y salir de noche empezó a conducir a los quinceañeros, tímidamente primero por la estricta prohibición –incumplida, claro– de las madres, hacia la perdición del Café. Pero como el dueño era el tío mayor, las primeras incursiones se limitaron a mirar de lejos las carambolas de los mayores y las peleas de borrachos. Una de ellas, a bala y con muerto incluido, nos desterró del Café por dos semanas: el miedo y la orden familiar obligaron al exilio.
         Pero la Fuente de Soda era poca cosa para adolescentes con ínfulas de adultos: volvimos. Y como el valor es apenas la suma de miedos sucesivos, llegamos con el arriesgue necesario para entrarle al billar y a las primeras cervezas, ante las miradas furiosas del tío y las complacientes de las meseras. Por algo se alargaba el pantalón…
         Hoy el Café ya no es lo que era. Los tiempos modernos trasladaron las mesas de billar a discotecas y night clubs de concurrencia mixta, y erradicaron los viejos cafés de rancia prosapia machista. Los últimos se refugian ahora en los pueblos más alejados y miserables, allí donde el progreso en forma de boite todavía no llega.
         Cómo será de grave el asunto que las meseras, putas profesionales pero decentes si se permite la expresión, fueron reemplazadas hace mucho por jovencitas humildes, casi virtuosas, boquifruncidas y displicentes, que ya no suscitan las pasiones de antaño, cuando por una mirada de más a la hembra con dueño, el piso del Café solía teñirse de sangre. Pues la antigua y gozosa profesión de hetaira, sólo era ejercida por las meseras fuera del Café. Adentro tenían dueño. Y ¡ay! del que osara disputar, en su territorio particular, la propiedad celosamente guardada a filo de machete o a punta de puñal por el chulo machucante y administrador.
         Sí, eran otros tiempos y el Café ya no es lo que era. Ahora, en los que aún se mantienen, hasta entran las mujeres honestas: desterraron a las buenas…