domingo, 26 de julio de 2015

El Chuzalongo…

La leyenda campesina del Chuzalongo me fue mencionada hace algunos años por un amigo conocedor de mi afición de caminador de páramos, montañas, selvas y andurriales varios, cuando me preparaba para subir a Oyacachi, allá en lo alto de la cordillera oriental, casi asomándose a las selváticas planicies amazónicas.
La idea era acampar en la parte alta del viejo camino a Papallacta, por donde ya casi no transitan autos y en cuyos riscos de rato en rato es posible avizorar un cóndor en vuelo al Antizana, o algún curiquingue tras un conejo despistado.
Me dijo, en broma, claro, que en la solitaria acampada tuviera cuidado con el Chuzalongo… “personaje fantasmal que acostumbra asaltar, violar y matar viajeros solitarios”, según su terrible admonición.
Acampé al lado de un matorral de pumamaquis… dispuesto a defenderme de lo que fuera. Pero el Chuzalongo no llegó en toda la larga y fría noche paramuna.
Pasados unos meses y con la idea de recoger algunas leyendas populares para irlas desgranando en esta revista, hallé que el Chuzalongo se aparece tanto en las cumbres de la Sierra Central, como en las estribaciones manabas de la cordillera Chongón Colonche. Me sedujo más, por su cariz romántico, la versión de las alturas chimboracenses, que anoto enseguida.

La leyenda circula en las comunidades serranas que bordean el majestuoso Chimborazo. Y asegura que, cierta vez, una joven campesina indígena salió de su rancho camino al páramo, a cumplir la orden del abuelo: quemar la paja de las alturas para que la ceniza abonara los nuevos retoños y el ganado tuviese alimento tierno y jugoso.
Al llegar a las alturas en donde el frío paramuno aprieta, y ovejas y borregos acuden a triscar la hierba, se encontró sola entre pajonales ondeantes, cóndores y curiquingues oteadores, conejos asustados y un frío de afilados colmillos. Quiso hacer un fuego que calentara la noche que llegaba, y tomó algunas pajas secas que amontonó y rodeó de piedras. Buscó en su shigra los infaltables fósforos del campesino prevenido, y trató de encender la precaria fogata.
A su alrededor, el silbido del viento helado que recorría farallones y quebradas, rompía el profundo silencio del páramo. Fue entonces cuando sintió que algo –o alguien– tocaba su hombro. Miró hacia atrás pero no vio nada ni a nadie, de modo que pensó si alguna rama pequeña arrastrada por el viento, la habría golpeado. Al querer continuar con su tarea de prender el fuego, volvió la vista al frente y sus ojos se toparon con un hombrecillo pequeño, shigra al hombro, poncho de lana y enorme sombrero, que le dijo: “No quemes la Pachamama”.
El menudo personaje continuó hablándole un buen rato como nadie lo había hecho nunca. Ganó tanto su confianza que la chica olvidó el encargo de quemar la paja y se abandonó a la charla hipnótica del hombrecillo. En lo alto, las estrellas de la noche paramera encendieron su brillo, y poco a poco, a medida que pasaban las horas y la joven se dejaba enredar en la charla del enano, se fueron apagando lentamente…
Abajo, en la choza, los padres notaron su ausencia en la madrugada, y alarmados subieron cuestas, remontaron colinas, traspasaron hondonadas, buscando a la hija tan misteriosamente desaparecida sin dejar rastro. Ni una seña siquiera de que los pajonales hubieran sido quemados, ni una huella de los pies de la joven en la paja húmeda, ni una pista de su labor o de su presencia. Regresaron a la choza y bajaron al pueblo preguntando por ella. Nadie la había visto, así que volvieron a la choza con algunos vecinos para subir a quemar el pajonal y buscar de nuevo alguna señal de la muchacha. En esas estaban cuando apareció por el camino, con sonrisa radiante y una mirada de fuego en los ojos oscuros. Y contó.
Contó que un enano conversón y simpático la había entretenido con su charla, la había convencido de pasar con él la noche tendidos sobre la paja, y la había hecho feliz repetidas veces con su miembro descomunal. No le creyeron. Pensaron que algún mozo de la vecindad la había conquistado y la presionaron para que confesara el nombre del fulano, y exigirle que se responsabilizara de sus actos, casándose con la muchacha. Pero ella se mantuvo en sus trece: fue el enano charlón y me hizo feliz…
Furiosos y compungidos, sus padres la ortigaron, la bañaron en agua helada y la encerraron en la choza mientras subían al pajonal a cumplir con el encargo que no había satisfecho la joven.
El tiempo lento de la serranía fue pasando día tras día, mes tras mes, mientras las siembras germinaban y se acercaba la cosecha. Al paso, el vientre de la muchacha aumentaba, redondo y prominente. Los padres y familiares la urgieron a confesar el autor del embarazo, pero la chica persistía en su versión fantasmal. Y empezaron a presentir que en verdad algo malo había ocurrido en las alturas y entre los pajonales.
Mientras tanto, el vientre de la muchacha indicaba que una criatura estaba por llegar al rancho. Y una noche, una sombra pequeña con un gran sombrero en la cabeza, cruzó la ventana y se alejó por la pared. Asustados, corrieron padre y madre hacia el cuarto de la hija… Había desaparecido. Sólo quedaba la cama revuelta y la manta de piel de borrego recogida en el suelo.
El abuelo, que hasta entonces había permanecido en silencio los meses transcurridos desde el lejano incidente en los pajonales, dijo con lenta voz de anciano conocedor de los misterios de la montaña: Fue el Chuzalongo…
Jamás volvió nadie a ver a la muchacha… y sus padres nunca la mencionaron de nuevo ni siquiera entre ellos…
Pero el recuerdo de la sombra perfilada en la ventana, les anunciaba cada noche el destino de la hija a quien el hombrecillo del gran sombrero y el miembro descomunal, había hecho feliz –y madre– en una noche de páramo, conversa y viento helado… Y amor.

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