viernes, 17 de julio de 2015

En recuerdo de un humilde grande…

De la soberbia a la humillación… de la humildad a la gloria

Antecedentes nada deportivos

            El Campeonato Mundial de Fútbol que se iniciara en 1930, tuvo como primer triunfador a Uruguay, campeón olímpico dos veces consecutivas en 1924 en París y en 1928 en Amsterdam, y continuó en la década de los años treinta del siglo pasado con el triunfo de Italia en 1934 y 1938.
Luego de allí, sin embargo, la inminencia primero y la realidad después de la Segunda Guerra Mundial, impidieron la competencia a lo largo de los años cuarenta, aunque hubo un intento en 1948, con sede solicitada por Argentina, que contaba ya con el formidable equipo triunfador en la Copa América de 1945, 1946 y 1947, esta última en Guayaquil y a la que no asistió Brasil, derrotado en las dos anteriores. Pero las federaciones europeas obstaculizaron el evento alegando la crisis económica ocasionada por la Guerra, y el Campeonato se decidió para Suiza en 1939, y finalmente postergado para Brasil en 1950. Acudieron doce selecciones: España, Suecia, Yugoslavia, Suiza, Italia, Inglaterra, Chile, Estados Unidos, Paraguay, Bolivia, México y el ganador del primer Mundial, Uruguay. Alemania no fue invitada por los crímenes de guerra cometidos por los nazis durante la década que terminó con su derrota en 1945. El anfitrión era, pues, el participante numero 13…
Brasil, que ya tenía inscritos en la historia algunos nombres proceros como Domingos Daguía, Heleno Da Freitas, Leonidas da Silva, Zizinho, Jair, Adhemir…, era un cuadro extraordinario y compartía favoritismo con Inglaterra. El equipo carioca había quedado campeón sudamericano en 1949, justa a la que no asistió Argentina, disminuida su selección por un conflicto con sus jugadores, los mejores de los cuales emigraron a Colombia, no afiliada a la FIFA, en una huelga de jugadores que Brasil e Inglaterra, los otros supuestos favoritos para el Mundial, observaron con mal disimulada alegría.
El conflicto impidió que jugadores como Alfredo Distefano, Adolfo Pedernera, Ángel Perucca, Julio Cozzi, José Manuel Moreno, Ángel Amadeo Labruna, Néstor Raúl Rossi y otros más que conformaban un verdadero Dream Team, jugaran el mundial de 1950, ni el siguiente Suiza/54. La diezmada selección gaucha apenas lograría reponerse del éxodo siete años más tarde, cuando conformó el otro Dream Team, el de los “Carasucias” de 1957, campeones sudamericanos en Lima con un contundente 3 por 0 final ante Brasil. Y que no fueron a Suecia pues fueron vendidos a Italia sus artífices Maschio, Angelillo y Sívori, y al Real Madrid su arquero Domínguez. El solitario Omar Orestes Corbata, puntero derecho de aquel equipo de ensueño, fue la solitaria golondrina en Suecia. Y así les fue. La FIFA, manejada entonces por el inglés Sir Stanley Rous, prohibía que los jugadores contratados por equipos extranjeros, jugaran para su seleccionado nacional… El camino, entonces, para Brasil y quizás para Inglaterra en aquel 1950, aparecía expedito. Tanto como lo sería en 1958.

El fútbol llegaba por aire
            Eran los días finales de junio y primeros de julio de 1950, y el cronista ya sentía, provocada y acelerada por las trasmisiones radiales, una pasión que se acrecentaría con el tiempo: el fútbol. Mis ocho años bien contados pues que los había cumplido poco antes, albergaba aquellos nombres ilustres que se hospedarían en mis recuerdos para siempre. Era la época de El Dorado del fútbol colombiano, promovida por la huelga en el fútbol argentino, y en Millonarios actuaban 10 gauchos ilustres y un solitario colombiano: Francisco “El Cobo” Zuluaga. A partir, entonces, del suramericano de Guayaquil en 1947, ya me sonaban los nombres mencionados, más la inigualable Maquinita del River Plate. Y, por otro lado, Valeriano López el “Tanque de Casma”, Barbadillo, El “Conejo” Vilariño, Fernando Walter, Vides Mosquera y el “Tigrillo” Salazar, de un Deportivo Cali ya metido en mis entresijos de aficionado.
Aquella contienda llegaba al pueblo en las páginas de la revista El Gráfico, a la que estaba suscrito el padre futbolero de un amigo de niñez, y en las ondas de la por entonces incipiente radio deportiva colombiana, que también exhibía nombres ilustres: Joaquín Marino López, el costarricense Carlos Arturo Rueda C., y dos ecuatorianos, Fernando Franco García y Alfredo Araujo Gámez, quienes por muchos años fueron los narradores deportivos de la ciudad. Y de cuyo origen me enteré viviendo en Quito, 30 años más tarde.
            Así que del 24 de junio al 16 de julio de ese año inolvidable, la abuela me permitió el uso de su radio Grundig para que escuchara entre chirridos, voces lejanas que se perdían por momentos, y la luz del pueblo que se iba el rato menos pensado, los partidos que se llevaban a cabo en el lejano estadio de Maracaná, en Río de Janeiro, construido justamente para que allí se llevara a cabo el campeonato mundial que, sin duda alguna, ganaría el invencible equipo brasileño. Tan seguros estaban directivos, jugadores, autoridades nacionales y todo el pueblo del Brasil, que las medallas para los integrantes del equipo estaban listas con sus nombres, y los afiches Brasil Campeón habían sido elaborados y se aprestaban a desplegarse a lo ancho y largo de la gran nación. Hasta los jugadores llevaban puesta, bajo la camiseta del uniforme blanco que entonces lucían, otra que decía: Brasil Campeón…

Y comienza el partido…
Los cariocas habían derrotado a sus primeros rivales sin mayor contundencia, pero en la semifinal arrasaron sin misericordia a Suecia 7 a 1 y a España 6 a 1. Era, desde luego, un gran equipo con jugadores de jerarquía indiscutible. Pero también era cierto que los rivales, ante la eficacia del equipo y la calidad de sus jugadores, entraban a la cancha casi derrotados. Jugaban a no perder por muchos goles ante Brasil. “No más de cuatro” les pidieron, resignados y cobardes, a sus jugadores, los dirigentes del equipo uruguayo, antes de enfrentar la final contra el monstruo brasileño. Por fortuna para el fútbol, los dirigentes no juegan…
            De lo que logré escuchar el 16 de julio en que se jugó la final, entre los chirridos del aparato y las salutaciones familiares a mi madre por su cumpleaños 44, el equipo brasileño entró al campo de juego como un huracán que se abatía sobre el arco de Roque Máspoli, el portero uruguayo. Pero arquero y defensa se plantaron en la cancha y, a pesar de la avalancha y de la algarabía ensordecedora de los doscientos mil hinchas de Brasil, que acallaban sin piedad a los escasos cien uruguayos asistentes al Maracaná, mantuvieron el marcador cero a cero en el primer tiempo. Cifras que, poco a poco, fueron preocupando a la multitud, como lúgubre presagio de males mayores. Ya se sabe que toda situación mala… es susceptible de empeorar. Sobre todo si hay 13 a la mesa…
            La verdad es que, ausente Argentina por las fricciones entre las federaciones gaucha y carioca y la ausencia de sus mejores jugadores, mi entusiasmo no era mayor pero se inclinaba sin dudas por el Uruguay de Máspoli, Tejera, Míguez, Gambetta y Schiafinno, de todas maneras jugadores del río de la Plata como los argentinos.
Sin embargo, la escandalera en el Maracaná se reinició con el comienzo del segundo tiempo, y se acrecentó en decibeles inmedibles con el gol del brasileño Friaça, por pase de Jair, a pocos minutos del reinicio. El rugido de la multitud se escuchaba entre los estertores de las ondas radiales, pues los comentaristas que cubrían el evento estiraban los micrófonos para recoger el aullido de los hinchas. Parecía que empezaba la fiesta.
Pero algo sucedía en el campo… Algo insólito. Lo narra, con más precisas y bellas palabras Osvaldo Soriano en crónica de El Gráfico, que aún conservo. Pero lo reitero con las mías aquí. Disculpen la suplantación.
            El gol de Friaça fue, por supuesto, legítimo. Sin embargo, el capitán uruguayo, el “Negro Jefe” Obdulio Varela, se irguió en la cancha, se encaminó a su portería con paso lento pero decidido, agarró el balón que reposaba ya quieto en el fondo de la red, y se lo puso bajo el brazo. Así armado, fue adonde el juez de línea para reclamar un inexistente fuera de lugar. Luego, con la misma parsimonia y con el balón asegurado en la axila derecha, se encaminó al centro del campo, puso la pelota en el piso, allí donde el círculo de cal señala el centro de la cancha, y pidió un interprete para hablar con el árbitro inglés Mr. Reader, y reclamar el fuera de lugar… La pícara y teatral actitud de Varela estiraba el tiempo, enfriaba el partido, silenciaba a los hinchas que miraban sorprendidos hacia el recio capitán de la Celeste. Cuando ya Varela consideró que las cosas estaban en su lugar, miró a sus compañeros y les dijo: “Ahora sí, a ganar el partido”.
            Brasil era campeón con el uno a cero. Y fue entonces cuando la figura de Obdulio Varela creció a una altura que los jugadores de Brasil no atinaban a comprender. El gran capitán se echó el equipo al hombro, como suelen decir los imaginativos narradores de fútbol, y unos pocos minutos después del gol de Friaça, Juan Alberto Schiaffino recibió de la derecha un pase de Alcides Ghiggia, y embocó un zapatazo que Moacyr Barbosa, el arquero brasileño, apenas vio pasar. Uno a uno. Brasil aún era campeón. Pero el empate con el modesto Uruguay no era lo que el público quería. Ni los jugadores. Ni el país entero. De modo que el estadio fue enmudeciendo poco a poco. El rugido se hizo murmullo…
            Y a los 81 minutos, nueve antes del final, Varela cede un pase profundo a Ghiggia que enfila por la derecha eludiendo a Bigode; este retrocede esperando el pase, Gigghia llega a la raya final, amaga el mortífero centro atrás que ya esperaban Gambetta y Schiaffino, el arquero Barbosa se come el amague… y deja un hueco minúsculo hacia su palo izquierdo: por allí entra el tiro seco de Ghiggia quien, en ese último segundo, apuesta a lo imposible y tira al arco… Gol de Uruguay. Dos a uno y Uruguay es campeón del mundo entre el ensordecedor silencio de los doscientos mil hinchas brasileños… y el tímido rumor de cien uruguayos que no podían creer lo que ocurría en el césped del Maracaná. Y que poco a poco fueron subiendo el volumen hasta cuando el murmullo se hizo canto de triunfo, grito de gloria.

Entre el desprecio y el olvido
            El caballero francés Jules Rimet, Presidente de la FIFA, se había retirado unos minutos antes para recoger la Copa y repasar un corto discurso de felicitación para los campeones brasileños. Al regresar a su puesto, el silencio del Estadio y los jugadores uruguayos abrazados en el campo, le informaron que algo extraño sucedía. Fue a la cancha pero no encontraba a quien entregarle el trofeo. Y cuando ya se disponía, despistado, a ponerla en manos del Capitán del equipo brasileño, Obdulio Varela se la arrancó de las manos: era su legítimo dueño. Luego salió de la cancha sin la escolta de agentes de la policía que el protocolo le había asignado, pero que no podían cumplir con su cometido: estaban ocupados llorando… El previsto himno nacional brasileño no alcanzó a sonar por los altoparlantes.
Los días siguientes los resumió años más tarde Alcides Ghiggia, el hombre que, con su gol, partió la historia del fútbol brasileño. En una entrevista para la televisión, comentó que durante muchos días todo el país, pero principalmente Río de Janeiro, fueron lugares acongojados y silenciosos. Nadie hablaba en la calle, “todo era triste”. Y agregó sin orgullo, quizá con pena: “Solo tres personas en la historia hemos hecho silenciar el Maracaná: El Papa, Frank Sinatra, y yo…”.
Un conocido periodista brasileño, Mario Filho, escribió: “La ciudad cerró sus ventanas, se sumergió en el luto. Era como si cada brasileño hubiera perdido al ser más querido. Peor que eso, como si cada brasileño hubiera perdido el honor y la dignidad”. Ary Barroso, el músico autor de “Acuarela do Brasil”, que narraba el encuentro para toda la nación, abandonó para siempre la profesión de periodista deportivo. Siguiendo su ejemplo, decenas de aficionados no volverían nunca más al Estadio. Y hasta unos cuantos, más trágicos, optaron por el suicidio…
La mayoría de integrantes del equipo brasileño cayó en el olvido. Ni siquiera el goleador del torneo con 9 tantos, Ademir Menezes, lograría el reconocimiento a su logro. Nadie lo tomó en cuenta. Y al arquero Moacyr Barbosa se le culpó directamente de la tragedia, hasta el punto de que, más de 30 años después, una mujer lo reconoció en un mercado y le dijo a su pequeño hijo: “Ese es el hombre que hizo llorar a todo Brasil”. Murió el 7 de abril de 2000, en absoluta pobreza. Unos días antes le había confesado a un periodista: “En Brasil, la pena mayor que establece la ley por matar a alguien es de treinta años de cárcel. Hace casi cincuenta años que yo pago por un crimen que no cometí y sigo encarcelado. La gente todavía dice que soy el culpable. No fue culpa mía, éramos once”.
Ningún dirigente o jugador estuvieron en su entierro. Pero su fallecimiento mereció un titular de prensa: “Segunda muerte de Barbosa”.
Del otro lado tampoco fueron muy diferentes las cosas. Para la dirigencia oficial del fútbol uruguayo tampoco la victoria fue recordable. Los jugadores campeones recibieron como premio un auto que al capitán Obdulio Varela le robaron una semana después. Y eso fue todo en los años siguientes. Pues a pesar de la hazaña, Varela murió en la pobreza. Pero el gobierno hizo por él, ya muerto, lo que jamás hizo en vida del héroe del Maracaná: se encargó de los gastos del entierro…

NOTA FINAL: Vaya esta crónica para los facebokeros, en recuerdo de Alcides Ghigia, muerto ayer de un infarto en Montevideo, justo el día en que se cumplían 65 años de su gol triunfal contra Brasil. Que juegue muchos partidos allá, en el cielo del fútbol… 

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