jueves, 6 de agosto de 2015

El Presentimiento

Yoshiro Konoye tuvo aquella mañana de agosto una extraña premonición, y decidió meter en su carromato lo poco que le quedaba después de varias huidas precipitadas cada vez que sentía esa sensación opresiva en el estómago. Esperó a que su hija Tamiko llegara del mercado para decírselo, pensando además en que los pocos yens que la niña hubiese obtenido por las pequeñas porcelanas, servirían para subsistir durante el camino.
         Cuando a medio día llegó Tamiko y le entregó el manojo de billetes mientras buscaba donde colocar el atado de porcelanas no vendidas, pensó que era mala esa guerra que impedía a la gente adquirir las diminutas artesanías por estar pendiente de los refugios subterráneos las diez o doce veces que todos los días sonaba la alarma de bombardeo. La niña miró el rostro impasible de su padre y, después de tomar la ración de arroz y el té claro, se dispuso a terminar de empacar lo que aún quedaba por fuera de las cajas. El viejo Yoshiro, entre tanto, introducía al vehículo, uno a uno, los bultos y petates.
         Tamiko no quiso preguntar a dónde iban ni el porqué del súbito viaje, pues recordaba que tres años atrás no tuvo respuesta cuando abandonaron precipitadamente la aldea de Osami, a orillas del río Gono, dejando atrás la parcela, los muebles rústicos y la casa levantada entre los tres –entonces Hideo estaba aún con ellos–, tomaron solo la carreta y los dos bueyes que la arrastraban y observaron desde el camino que conducía al monte Hoku, cómo el río arrasaba las casas, los animales, los sembrados y toda la aldea quedaba en poco tiempo convertida en una laguna de la que emergía la punta de la pagoda.
Recordó también que, un año antes, su padre la condujo al templo sintoísta del distrito textilero de la ciudad y le habló de Hideo, de su reclutamiento y de su esperanza de regresar pronto, cuando rechazaran a los norteamericanos que avanzaban hacia las islas Gilbert, y oraron por él. La carta recibida una semana después, de la guarnición de la isla de Tarawa, sólo vino a confirmar lo que su padre presentía y ella dedujo en el templo, observándolo: su hermano había muerto en combate. Aquella navidad de 1944 fue más triste que las otras: extrañaba las bromas de Hideo y la sonrisa condescendiente de su padre.
         Todo ello estaba lejos también y Tamiko supo que su padre tenía de nuevo un presentimiento, y que a causa de él deberían partir otra vez.
Mediaba la tarde y el sol se divisaba alto aún entre las brumas de una tarde semicuberta de nubes, cuando el vetusto coche de dos ruedas de madera se puso en movimiento, lentamente impulsado por los bueyes. Apretando el paso, Yoshiro esperaba que al caer la noche estarían a unos quince kilómetros de la ciudad, por la carretera que conduce a Twakuni, a donde pensaba llegar el día siguiente, 6 de agosto, si reiniciaba el camino temprano. Esa noche la pasarían en una estación abandonada que había visto la vez que hizo el viaje a Twakuni en un vagón atestado de soldados mutilados que regresaban del frente.
Observó con tristeza que, al contrario de los años anteriores cuando el puerto se llenaba de soldados bulliciosos que partían a combatir a Guam, Formosa, Okinawa y mil sitios más, ahora sólo se veían en los muelles buques escorados, camiones del servicio hospitalario y cientos de hombres cojos, con vendajes en la cabeza o en camillas esparcidas por el suelo, a la espera de su turno para ser transportados a los centros de asistencia.
         Avistaron la casucha en escombros cuando el sol era un medio disco rojizo detrás de las montañas, y Yoshiro apresuró los bueyes cansados. La noche transcurrió más tranquila pues hasta allí no llegaban los sonidos de la sirena del puerto ni la alarma de bombardeo ni el ruido de los motores seguidos del tronar de las bombas sobre los distritos industriales de la ciudad.
Amaneció temprano. Mientras Tamiko calentaba el té en un fogoncito de piedras en un rincón de la estancia, Yoshiro enganchó de nuevo los bueyes a la rudimentaria carreta, y regresó a la estación sorteando la puerta caída sobre el umbral. Tomó la taza que le tendía Tamiko y sacó algunas de las galletas duras de la bolsa colgada en su cintura. Le entregó unas cuantas a la niña y recordó, mientras masticaba sin prisa, que la opresión que sentía desde el día anterior era cada vez mayor aunque ya no con la sensación de angustia del comienzo. Se pasó una mano por la frente alejando el pensamiento y devolvió la vasija a Tamiko, que la guardó con la suya en un saco de estopa.
         El camino, polvoriento y estrecho, lo surcaban en ambas direcciones vehículos del ejército, camiones de la Cruz Roja, camperos con patrullas de reconocimiento y uno que otro carromato tirado también por bueyes indiferentes y lentos.
Hacía ya tres horas habían abandonado la estación desierta, y serían tal vez las ocho de la mañana cuando el ruido de poderosos motores sobre sus cabezas, hizo que levantaran la vista: por los huecos azules entre las nubes cenicientas y disformes, aparecía y desaparecía el gigantesco aparato.
Yoshiro se preguntó si tendría algo qué ver con eso que sentía ahí en el estómago y que desde el día anterior no lo abandonaba.
Poco después, al no sentir el sonido ronco del avión, se olvidó de él y se sumió de nuevo en un silencio que ahora, con la carretera solitaria, era roto apenas por el jadeo de los bueyes y el resonar de las pezuñas sobre el piso duro y desigual. Se detuvo en un pequeño puente y bajó hasta la acequia con un tarro que llenó de agua y puso ante el hocico de los animales. Miró hacia la ciudad lejana y pensó con sorpresa que ya no sentía la opresión de minutos antes.
         Fue entonces cuando el resplandor lo cegó por un instante.
El cielo se iluminó de pronto como si diez soles iguales al que aparecía por entre los jirones de nubes, hubieran salido de entre la tierra por el sitio exacto donde debía quedar Hiroshima.
Primero sintió el calor quemante y luego vio como el resplandor amarillo y rojizo y violeta ascendía cada vez más hasta iluminar todo el cielo cubierto de nubes. Después sintió como si un tremendo huracán lo empujara hacia atrás, y trastabilló asiéndose al carromato que se movió impulsado también por esa fuerza desconocida que doblaba los árboles a los lados de la carretera, y cuya naturaleza no podía precisar.
Subió de prisa al carromato y miró a Tamiko que, con la cara encendida y los ojos absortos, iniciaba una pregunta que no tuvo respuesta: tampoco Yoshiro sabía y su asombro era, quizás, mayor que la inocente perplejidad de la niña.
Fustigó los bueyes que apresuraron la marcha huyendo del calor sofocante y del viento ardiente que estremecía su piel.
         Yoshiro estaba seguro de que algo horrible había sucedido. No se detuvo en Twakuni y pasó de largo por Bofu y Schinsonsheki como si el resplandor cegante y el calor abrasador continuaran a sus espaldas.
Tamiko miró a su padre mientras pensaba que el anciano sabía algo que ella no podía imaginar, y se preguntó qué extraña sabiduría permitía al viejo conocer la presencia de la muerte. Porque ella estaba segura de que allá atrás, en Hiroshima, la muerte había sembrado una ardiente semilla de desolación.
         El paso del estrecho a bordo de un remolcador del ejército fue rápido –todo mundo parecía tener prisa y la gente gesticulaba y murmuraba más para sus adentros que para el vecino ocasional: "cien mil, todos muertos, se deshacían en la calle, se les caía el cabello, la piel colgaba reseca"– y al atardecer del siete de agosto, el desvencijado vehículo y sus ocupantes eran uno más entre los muchos bultos, cajas, escombros y racimos humanos del muelle de Kokura.
La ciudad, llena de febril actividad, quedó atrás esa misma tarde cuando, en un vagón de carga, Yoshiro logró hacer acomodar el carretón, las cajas atadas con lazos deshilachados y los dos bueyes. Recostado contra la pared del vagón, Yoshiro pasaba su mano por entre los cabellos negros y quietos de Tamiko y, cerrando los ojos, veía de nuevo el cielo iluminado y la nube oscura que se elevaba como un enorme hongo siniestro.
La mañana del 9 de agosto despertó a Yoshiro con un agudo chirriar de frenos. Miró por entre los tablones, y la estación llena de gente presurosa, soldados amontonados en los andenes con el morral a la espalda y el fusil entre las piernas recogidas, le recordó que en alguna parte había de finalizar el viaje.
Despertó a Tamiko mientras el tren se detenía. Enganchó los animales, ayudó a la niña a subir al tablón del pescante y trepó a su vez con dificultad. El reloj de la estación anunciaba las diez de la mañana. El sol ponía un tono de claridad en el cielo plomizo.
         Traspuso el portal y quedó en mitad de la calle tratando de decidir el rumbo que haría tomar a los bueyes, mientras pensaba inquieto que la extraña sensación en su estómago había renacido, aunque en su ánimo se acomodaba un extraño sentido de resignación. Pensó por un momento, antes de fustigar los bueyes, en hacer caso de su instinto y tomar hacia el norte, alejándose de la ciudad. Pero al instante pensó que ya era tarde para una nueva huida y retomó, no sin agustia, el camino del sur, hacia la ciudad cercana. De reojo observó a Tamico que lo miraba preocupada por su indecisión primera y su voluntariosa y resignada decisión posterior.
El sonido corto de las pezuñas en el asfalto cuarteado, fue haciéndose rítmico. A la izquierda aún se percibía, pequeño y borroso, el letrero sobre la pared de la estación auxiliar, ya en las cercanías de la ciudad.
Yoshiro sólo alcanzó a vislumbrar un destello incandescente antes de leer los ideogramas que prefiguraban su próximo, su último destino: Nagasaki.





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