Asocio la fiesta de Navidad a la vieja finca de
los abuelos, a los dos ancianos, a la hilera de tíos y tías y a la vasta
concurrencia de primos y primas que alebrestaban el ambiente.
Y a los manjares y golosinas en que era experta
la matriarca del clan.
La
fiesta navideña para las familias campesinas y pueblerinas de Colombia,
empezaba en la noche del 7 de diciembre con el alumbrado a una Virgen que ya no
recuerdo, y cuya fiesta era el siguiente día 8. Esa noche en todo portón,
ventanuco o andén, se encendían filas de espermas que daban a pueblos y veredas
prematura apariencia de pesebre. Jóvenes y adultos salían a las calles a ver
los alumbrados. Y en el parque principal se encendían los castillos, reventaban
las culebrillas y zigzagueaban diablillos y totes por entre las piernas de los
transeúntes. Y aprovechando ires y venires por callejas y zaguanes, los
adolescentes iniciaban los coqueteos que desembocarían, a partir del 16 de
diciembre con el rezo de la Novena del Niño Jesús, en los amarres de fin de
año.
No
difería mucho el asunto en la finca de los abuelos. En la noche, las casas
desperdigadas por las montañas parecían diminutos pesebres que se iban
diluyendo en la oscuridad a medida que las velas agotaban su tronco de
parafina. Y a partir del 16, empezaban a llegar los tíos con su carga de hijos,
vituallas y menesteres para las tres semanas de vacaciones, pues la Navidad
apenas terminaba al día siguiente de Reyes, el 7 de enero. Los adultos
regresaban a sus quehaceres y reaparecían el 24 en la mañana. Pero en la vieja
casona quedaba el bullicio decembrino de la niñez en libertad.
El
alboroto normal de la finca se multiplicaba. Y el mal genio de las tías
mayores, también. Pero la tía Alicia, la menor, sonreía ante la presencia de
los primos citadinos. Ella era de otro espíritu y sus trece años no sabían de
malgenieses. Digo trece porque, en mi recuerdo, ella siempre tuvo trece años,
aunque alguna vez anduviera por los veinte o los treinta. Quizás, hasta haya
envejecido…
Del pesebre a los secretos del yantar
Al llegar los primos de ciudad, los campesinos ya habíamos ido a los encañonados del río y a los bosques más allá de los cafetales, en busca de helechos, musgos, melenas, palos enmohecidos de líquenes y orquídeas multicolores. Pero el pesebre requería la tribu completa: nueve tíos sobrevivientes y, por entonces, unos treinta primos. Que llegarían años más tarde a cincuenta y cinco, pero para entonces ya no habría finca, ya no habría abuelos, ya no habría pesebres. Sólo violencia y una familia desecha, diseminada en retazos dispersos.
El
pesebre debía estar terminado el 16 en la tarde pues en la noche empezaba la
novena. Ocupaba una pieza del frente de la casa, al lado de la sala y con
entrada por el corredor de mampostería y geranios. Tenía de todo. La familia
entera contribuía con arreglos y artilugios, aunque José, María y el Niño;
reyes y pastores; la mula y el buey, eran asunto de la abuela. Ella atesoraba
las viejas esculturas de cerámica que había rescatado del primer exilio desde
Antioquia, y las conservaba con el extremo cuidado de su prolijidad y la
encendida fe de sus creencias. Velas aquí y allá, estratégicamente situadas y
embutidas en el pico de botellas vacías y ocultas, ponían el difuso resplandor
necesario para la liturgia campesina de rezos, villancicos, miradas a
hurtadillas y manos entrelazadas a escondidas.
El
resto de utensilios, incluidos pastores y ovejas regados sobre papel encerado
que semejaba planicies, montañas, hondonadas, cañones, picachos, lomas y
valles, era un batiburrillo de objetos de variopintas índole y procedencia.
Casas de cartón, de madera, de arcilla y hasta de lata, formaban pueblos
anacrónicos donde las viviendas eran más pequeñas que sus habitantes –todos
estaban afuera, como esperando un milagro que les permitiera entrar-, los
árboles más chicos que la gente, los animales antagónicos pues había vacas
diminutas al lado de terneros enormes y gallinas gigantescas. En fin, el desmadre.
Pero divertido a morir.
Los
ríos que bajaban de las montañas precipitándose por desfiladeros de angustia,
eran de papel plateado de cigarrillos Pielroja, y todos iban a dar a un lago
enorme, cerca de Belén (mucho después, cuando la vida me echó a perder la
infancia, supe que cerca de Belén sólo hay un desierto, y que el lejano Mar
Muerto es un piélago de agua densa y sin peces donde flotaría una piedra). El
lago era el trozo desigual de un viejo espejo de cristal de roca que se había
trizado en el viaje a lomo de mula de aquel primer exilio, y que la abuela
prestaba con reticencia pues lo guardaba para ‘cuando llegue el Míster con un
cortavidrios y me corte uno chiquito para el baño’.
El Míster, un mercader
libanés trashumante y cacharrero, iba a la finca cuatro veces por año a cobrar
cuentas anteriores y a dejar platos y aguamaniles de peltre, cuadros con
paisajes remotos, el almanaque Bristol, folletines de novelas decimonónicas para la abuela, telas de mil clases y colores para los
vestidos de tías y primas, y los detestables zapatos domingueros para la tribu
masculina, acostumbrada a corretear a pie limpio por potreros y chaquiñanes. Y
sé, alguna vez lo vi, que siempre llevaba un cortavidrios en un estuche de
cuero. Pero la abuela ‘olvidaba’ decirle que cortara el espejo.
Novena
con vecinos y sorpresas
La
novena empezaba religiosamente a las siete de la noche. De las fincas vecinas
acudían los campesinos a pesar de que para algunos la jornada era de una hora
de camino. El rezo estaba matriculado para las dos tías mayores, dos nueras
preferidas de la abuela y cuatro vecinas cercanas a sus afectos. El último día
era de ella y, al terminar, todos esperábamos anhelantes la sorpresa que la
anciana tenía preparada. Era una comida especial que siempre sorprendía y que
ella, durante el día y sólo con ayuda de la hija mayor, mi madre, preparaba en
estricto secreto.
No
recuerdo ni un solo año en que tíos y tías menores –los mayores no; ya habían
desistido–, la primería y los hijos de los vecinos, no espiáramos por los
huecos de las paredes de tapial, por las hendijas de la puerta o por las
ventanas por donde escapaba el humo que no alcanzaba a salir por la chimenea.
Pero nada. Nunca supimos, antes de que a la mesa del comedor llegaran los
calderos humeantes, de qué se trataba. Pero cada año era diferente. Sólo la tía
Alicia, última hija de los abuelos y debilidad de la matriarca, podía entrar a
la cocina a llevar leña o cualquier cosa que le pidieran las dos cocineras.
Pero ni a ella se le permitía asomarse a las ollas, sartenes y marmitones de
hierro puestos sobre los fogones por donde salían, silbantes y olorosas a
madera, las llamas crepitantes que cocían los potajes.
La
memoria no alcanza para precisar platos, frituras, salsas, adobos, guarniciones
y sopas. Pero hay en el recuerdo una mezcla de olores que van desde la guanta,
la sabaleta y el venado, hasta la ternera, el cochinillo y la sardina, y que
pasa por gallinas cebadas por meses, bimbos (especie de pavos pero de familia
humilde), gallinetas y perdices en los que era abundoso el entorno de la finca.
La abuela contaba con la fidelidad y discreción de un viejo trabajador, antiguo
peón de sementera y cogedor de café, devenido, a causa de sus muchos años, en
un bueno para todo que lo mismo servía para asistir al parto de una vaca,
rehacer un cercado de alambre de púas, componer el molino de café, castrar
novillos, extirpar garrapatas, herrar caballos, afilar machetes, azadones y
cuchillos… o conseguirle a la abuela, en absoluto secreto, los animalejos de
monte, huerta o río que ella requería para el festín de nochebuena.
Mazamorra
y natilla: sobremesa y postre
Parte
importante de las noches de novena y de la cena del 24, eran los dulces y
postres en que era sabia de gran sabiduría la abuela. Viejas recetas heredadas
de otras remotas abuelas, tomaban forma desde el 16 hasta la fiesta de Reyes.
Arequipes, pudines y colaciones; gelatina de pata cortada en trozos tembleques
o convertida en alfeñique tras horas de feroz estiramiento en horquetas de
guayabo; chichas de cáscaras de piña y pepas de aguacate, fermentadas en
tinajones de barro en los cuales se introducían sendas herraduras nuevas, para
que el orín del hierro diera sabor y enjundia al brebaje; brevas, duraznos,
naranjas, mandarinas, guayabas, camias, nísperos y cuanta fruta comestible
encontrábamos los primos al recorrer los cafetales, pasaban a ser mermeladas de
ensueño, pastelitos de suavidad de nube, jarabes densos de sabor y de textura,
siropes que derramaban en los panqueques dulzuras sin nombre ni parangón. Y la
mazamorra. Y la natilla con buñuelos.
En
el patio trasero, justo bajo la ventana grande de la cocina, mirador preciso
para la ineludible vigilancia de la abuela, un pilón de guayacán se afirmaba
sobre el piso de tierra. Era un tocón de un metro de altura y medio de
diámetro, labrado y vaciado con hachuela en forma de taza. De las honduras del
tazón emergía el mazo de pilar, otro pedazo de guayacán, más o menos grueso, de
una vara de largo, redondo, adelgazado al medio a modo de manija para que las
manos de los primos menores pudieran asirlo, y con cuyos extremos romos y duros
como piedra de molino se azotaba el maíz de la mazamorra. Al lado, un banquito
de madera colaboraba con la precaria estatura de los más chicos.
El
proceso requería varias horas. La abuela vertía el maíz remojado en el pilón, y
la concurrencia de primos hombres y alguna prima brincona y marimacha, en fila
que se extendía hasta el borde de la huerta, empezaba a ‘pilar’. El primero
agarraba el mazo y azotaba el montón de maíz del tazón hasta cuando ya no daba
más, sudaba a chorros, se ponía rojo como un tomate y no le quedaba otra que
cederle el puesto al primo siguiente… y volver al extremo de la fila para el
siguiente turno de pilada.
Tres
horas más tarde, los primos resoplaban del cansancio y exhibían las manos enrojecidas
y ampolladas, mientras una sonrisa de alegría les cortaba la cara: el maíz
había sido pilado y deshollejado. La abuela le espolvoreaba un poco de
bicarbonato de sodio, le daba unos últimos mazazos ‘para emparejar’, y se
llevaba el maíz pilado para separar los granos del afrecho. Este para las
gallinas, aquél para el marmitón de hierro de la mazamorra. Un par de horas más
a todo fuego, y la mazamorra quedaba lista para el final de la cena. Cada
comensal recibía una taza del maíz cocido en agua, la llenaba con leche
caliente y acompañaba con un plato de panela raspada o en trocitos. Sobremesa
se llamaba el potaje.
Pero
el postre navideño por excelencia para los hijos de Antioquia, era –sigue
siendo– la natilla. Aderezada a veces con un par de brevas en almíbar y dos
buñuelos dorados y tiernos. O sola, temblando en un plato y recubierta de
canela espolvoreada, dejaba ver las cabecitas negras de los clavos de olor, la
arrugada elipse de las uvas pasas, la crocante astilla de la canela en rajas.
Pero hacerla tenía un proceso tan agotador como el de la mazamorra. Mas, en
éste, sólo participaban los primos mayores, forzudos y resistentes.
Tres
enormes marmitones de hierro se colocaban sobre los fogones, custodiados por un
primo pequeño encargado de que no faltase leña en los infiernillos. La abuela
aportaba su fórmula mágica: leche recién ordeñada como base del manjar, agua
pura del arroyuelo cercano para que ‘rinda’ y retarde el hervor; panela,
maicena casera, clavos de olor, canela en rajas, uvas pasas, coco rayado… y un
contundente chorro de aguardiente amarillo en cada marmita, para ‘darle
cuerpo’.
Seis
primos grandes, en parejas, se encargaban de revolver y menear el compuesto con
sendos cucharones de madera, hasta cuando ‘diera el punto’, instante vigilado
estrechamente por la abuela para que ‘la natilla no se pase’. La selección de
las parejas era reñida pues la abuela no permitía que más de un estilo de
‘meneo’ revolviera el denso menjurje de las ollas: ‘Si se cambia de mano
–decía– la natilla se corta’.
La
tía Alicia dirigía con palabras de ánimo. Apoyo moral que llaman. El meneo en
las pailas era en extremo agotador, y ella qué iba a estar para meneos de
cocina cuando otros más interesantes la esperaban a la vuelta de la vida.
Generosidad
campesina y aguinaldos pícaros
Al
terminar el meneo y vaciar los marmitones en poncheras, platones y bandejas,
tía directora y primos meneadores convidaban al resto del primerío para el
‘raspao’ de las marmitas. Todos pasábamos los dedos por las paredes de las
ollas, para chupárnoslos hasta cuando la barriga no diera más. Había que
aprovechar pues poco más volveríamos a saborear la natilla de la abuela: no
sólo estaban ansiosos los adultos sino que gran parte se destinaba a los
vecinos. Como la natilla era la estrella del firmamento culinario de la abuela,
se fabricaba en cantidades de inundación. Pero, costumbre antigua de la
hospitalidad campesina, iba a dar a las fincas vecinas, de donde, a su vez,
devolvían los platos con las natillas y delicias de cada hogar. De modo que,
por esos días, nos atiborrábamos con los postres y dulces que salían de las
cocinas del sector.
Durante
medio diciembre y primera semana de enero, el aire de la vereda dejaba de oler
a café tostado y bosta de ganado, y adquiría un denso aroma de comestibles y
golosinas que el ralo viento decembrino no alcanzaba a disipar.
Era
el olor de la Navidad.
Pero
la algazara navideña no era completa sin las apuestas de aguinaldos entre los
primos. El ‘hablar y no contestar’ imponía en el preguntado un silencio
sepulcral parecido a la idiotez; el ‘estatua’ condenaba al conminado por el
grito, a la rigidez absoluta en la posición que tuviera en ese instante; el ‘sí
y el no’, para el que los primos mayores hacían trampa a fin de que el ‘sí’
correspondiera a las primas, lograba que éstas tuviesen que asentir a cualquier
requerimiento por pícaro que fuese, so pena de perder; el ‘dar y no recibir’
volvía supergenerosos a los apostantes, sabedores de que, para no perder, todos
rechazaríamos las ofrendas por interesantes o valiosas que fuesen. Terminábamos
con el de ‘beso robado’, que los primos se dejaban ganar y las primas rehuían…
a veces. La tía Alicia también se dejaba ganar y los primos mayores perdían
siempre con ella.
Así
era en los remotos tiempos de los abuelos. Pero la parafernalia de los
pesebres, el crepitar de las llamas del fogón, el vocinglerío de la parentela
anhelante y cariñosa y la generosidad campesina, quedaron para la nostalgia. La
fiesta familiar ha perdido espacio ante la urgencia de la cena de adultos en
los clubes, el despelote de la compra de regalos en supermercados y boutiques y
el azar de la violencia. Al recién nacido Niño Dios de arcilla y calzoncillo
blanco, ya no le resopla el buey ni lo adormece el burro ni le cantan los pastores.
A esa hora, los adultos se emborrachan y los niños ven transformers en el cable
o mensajean a los amigos ausentes….
Y un viejo gordo y
ridículo, vestido de rojo, deja escuchar su bastarda risotada como última
agresión a nuestra mestiza e invadida cultura.
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