martes, 24 de marzo de 2015

Whiplash, o las “bondades” de la exigencia

         Vi anoche una película que arrasó con los Globos de Oro y tuvo, creo, un par de mezquinas nominaciones al Oscar. Merecía al menos cuatro, una de ellas a J. K. Simmons como mejor actor de reparto. Pero no es una película Políticamente Correcta. Es, realmente, una apología, si se quiere ver así con algo de fundamentalismo spockiano –del Dr. Benjamóin Spock, el gurú de la condescendencia y la permisividad en la crianza de los niños, que generó por exageración una conducta paternal de “a los niños no se los toca sino que se los mima”– del maltrato infantil. No juzgo, solo anoto que la película está, justamente, en contravía con esa condescendencia.
Llega a decir el profesor Fletcher (j.K. Simmons), en una charla con su alumno en la mejor escuela de música de los EEUU, luego de que lo expulsan por “maltrato a los alumnos”, que las dos palabras que más mal le han hecho a la cultura moderna occidental, son: Good Job. Un dañino homenaje al simple cumplimiento del deber, cuando el ser humano puede, y debe, ir más allá de sus posibilidades. Exprimir al máximo sus aptitudes sin quedarse en la mediocridad de la manida y socorrida fase: “El que hace lo que puede, no está obligado a más”. Cinta de largada de la mediocridad que nos acosa y nos arropa con el manto del menor esfuerzo.
         Al argumento es simple, la puesta en escena parca –casi toda la cinta transcurre en una sala escolar de ensayos de una banda de música–, la actuación de los dos protagonistas memorable, sobre todo el pérfido y super exigente profesor Terence Fletcher, y la lección final humanamente válida: para obtener algo que valga la pena en la vida, hay que sacrificar mucho. Si cree que no se puede o no quiere, renuncie y dedíquese a otra cosa más fácil. Lo cual me lleva a un recuerdo personal y disculpen la intromisión de la memoria remota.
         Cursaba segundo curso y me gustaban la literatura, el idioma, la gramática, esas cosas inútiles. Culpa de mi abuela, como he contado algunas veces. Bueno, pues tenía un profesor de ortografía y castellano que se llamaba Eduardo Candamil. Son 60 años de eso, y me parece verlo. Me sacó al tablero y me dictó un texto de 5 líneas. Tablero de pizarrón con tiza y borrador de madera y paño. Escribí las 5 líneas, me hizo sentar y me espetó: en la tarde, escribes 5 mil (sí, 5.000) veces división en el tablero. Yo había escrito: DIVICIÓN.
         Salimos a las 5 y me quedé y se quedó conmigo. Estuve dos horas escribiendo y borrando, escribiendo y borrando el tablero. Creo que unas 50 veces si calculo que en el tablero cabían unas 100 “divisiones” en cada turno. Cuando terminé, estaba cubierto de tiza de la cabeza a los pies, y no podía levantar la mano derecha. Me dolió 3 días. Pero jamás volví a escribir DIVICIÓN…
         Fue, más o menos, así, como el profesor de música Terence Fletcher sacó de su alumno Nayman, lo mejor que este podía dar de sí… Como lo demostró en el concierto de postulación a la Orquesta del Lincoln Center en el Carnegie Hall de Nueva York, en el cierre del filme. ¿Es maltrato imperdonable, es tortura inconcebible, es maldad? O es, simplemente, tratar de que alguien con talento se dé cuenta de que lo tiene y no lo desperdicie por conformismo y falta de esfuerzo. Yo tengo para mí que toda persona inteligente y talentosa, niño o adulto, necesita de vez en cuando una buena patada en el culo que lo impulse hacia la meta…

Véanla y juzguen ustedes mismos. Yo no olvidaré jamás a mi maestro de castellano en segundo curso… Y con cariño.

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