La leyenda campesina del Chuzalongo me fue mencionada hace algunos
años por un amigo conocedor de mi afición de caminador de páramos, montañas,
selvas y andurriales varios, cuando me preparaba para subir a Oyacachi, allá en
lo alto de la cordillera oriental, casi asomándose a las selváticas planicies
amazónicas.
La idea era acampar en la parte alta del viejo camino a
Papallacta, por donde ya casi no transitan autos y en cuyos riscos de rato en
rato es posible avizorar un cóndor en vuelo al Antizana, o algún curiquingue
tras un conejo despistado.
Me dijo, en broma, claro, que en la solitaria acampada tuviera
cuidado con el Chuzalongo… “personaje fantasmal que acostumbra asaltar, violar
y matar viajeros solitarios”, según su terrible admonición.
Acampé al lado de un matorral de pumamaquis… dispuesto a
defenderme de lo que fuera. Pero el Chuzalongo no llegó en toda la larga y fría
noche paramuna.
Pasados unos meses y con la idea de recoger algunas leyendas
populares para irlas desgranando en esta revista, hallé que el Chuzalongo se
aparece tanto en las cumbres de la Sierra Central, como en las estribaciones
manabas de la cordillera Chongón Colonche. Me sedujo más, por su cariz
romántico, la versión de las alturas chimboracenses, que anoto enseguida.

Al llegar a las alturas en donde el frío paramuno aprieta, y
ovejas y borregos acuden a triscar la hierba, se encontró sola entre pajonales
ondeantes, cóndores y curiquingues oteadores, conejos asustados y un frío de
afilados colmillos. Quiso hacer un fuego que calentara la noche que llegaba, y
tomó algunas pajas secas que amontonó y rodeó de piedras. Buscó en su shigra
los infaltables fósforos del campesino prevenido, y trató de encender la
precaria fogata.
A su alrededor, el silbido del viento helado que recorría
farallones y quebradas, rompía el profundo silencio del páramo. Fue entonces
cuando sintió que algo –o alguien– tocaba su hombro. Miró hacia atrás pero no
vio nada ni a nadie, de modo que pensó si alguna rama pequeña arrastrada por el
viento, la habría golpeado. Al querer continuar con su tarea de prender el
fuego, volvió la vista al frente y sus ojos se toparon con un hombrecillo
pequeño, shigra al hombro, poncho de lana y enorme sombrero, que le dijo: “No
quemes la Pachamama”.
El menudo personaje continuó hablándole un buen rato como nadie lo
había hecho nunca. Ganó tanto su confianza que la chica olvidó el encargo de
quemar la paja y se abandonó a la charla hipnótica del hombrecillo. En lo alto,
las estrellas de la noche paramera encendieron su brillo, y poco a poco, a
medida que pasaban las horas y la joven se dejaba enredar en la charla del
enano, se fueron apagando lentamente…
Abajo, en la choza, los padres notaron su ausencia en la
madrugada, y alarmados subieron cuestas, remontaron colinas, traspasaron
hondonadas, buscando a la hija tan misteriosamente desaparecida sin dejar
rastro. Ni una seña siquiera de que los pajonales hubieran sido quemados, ni
una huella de los pies de la joven en la paja húmeda, ni una pista de su labor
o de su presencia. Regresaron a la choza y bajaron al pueblo preguntando por
ella. Nadie la había visto, así que volvieron a la choza con algunos vecinos
para subir a quemar el pajonal y buscar de nuevo alguna señal de la muchacha.
En esas estaban cuando apareció por el camino, con sonrisa radiante y una
mirada de fuego en los ojos oscuros. Y contó.
Contó que un enano conversón y simpático la había entretenido con
su charla, la había convencido de pasar con él la noche tendidos sobre la paja,
y la había hecho feliz repetidas veces con su miembro descomunal. No le
creyeron. Pensaron que algún mozo de la vecindad la había conquistado y la
presionaron para que confesara el nombre del fulano, y exigirle que se
responsabilizara de sus actos, casándose con la muchacha. Pero ella se mantuvo
en sus trece: fue el enano charlón y me hizo feliz…
Furiosos y compungidos, sus padres la ortigaron, la bañaron en
agua helada y la encerraron en la choza mientras subían al pajonal a cumplir
con el encargo que no había satisfecho la joven.
El tiempo lento de la serranía fue pasando día tras día, mes tras
mes, mientras las siembras germinaban y se acercaba la cosecha. Al paso, el
vientre de la muchacha aumentaba, redondo y prominente. Los padres y familiares
la urgieron a confesar el autor del embarazo, pero la chica persistía en su
versión fantasmal. Y empezaron a presentir que en verdad algo malo había
ocurrido en las alturas y entre los pajonales.
Mientras tanto, el vientre de la muchacha indicaba que una
criatura estaba por llegar al rancho. Y una noche, una sombra pequeña con un
gran sombrero en la cabeza, cruzó la ventana y se alejó por la pared. Asustados,
corrieron padre y madre hacia el cuarto de la hija… Había desaparecido. Sólo
quedaba la cama revuelta y la manta de piel de borrego recogida en el suelo.
El abuelo, que hasta entonces había permanecido en silencio los
meses transcurridos desde el lejano incidente en los pajonales, dijo con lenta
voz de anciano conocedor de los misterios de la montaña: Fue el Chuzalongo…
Jamás volvió nadie a ver a la muchacha… y sus padres nunca la
mencionaron de nuevo ni siquiera entre ellos…
Pero el recuerdo de la sombra perfilada en la ventana, les
anunciaba cada noche el destino de la hija a quien el hombrecillo del gran
sombrero y el miembro descomunal, había hecho feliz –y madre– en una noche de
páramo, conversa y viento helado… Y amor.
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